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La Isla de Trega no era especialmente significativa dentro de los planes de expansión de los imperios que pretendían dominar el archipiélago de Las Oceánicas, circunstancia que permitió a los piratas que seguían a Eder, hacerse con ella desde el principio y sin oposición.

Era una isla pequeña, con estaciones bien marcadas por el clima, ligeramente escarpada, granítica, pero de abundante vegetación. Tenía mucho relieve, de ahí que Canime, su capital y puerto principal, no fuera muy grande y sus casas se encaramaran a las paredes, entre rocas y árboles.

Sin embargo, lo dificultoso de su relieve era lo que permitía su protección natural. No contaba con playas significativas, y las pocas calas que tenía eran de pequeños cantos, pero aguas muy transparentes, de intenso turquesa.

En su interior, había más espacios llanos, donde los nuevos isleños, venidos de todos los puntos del globo, cultivaban lo poco que esa tierra permitía cultivar. Lo que esa tierra proporcionaba era con lo que comerciaban con otras islas, pues, aunque era poca variedad, era de calidad y abundante. También era un lugar propicio para el pastoreo.

Lo que la hacía, además, tan poco interesante para los conquistadores, era que se encontraba muy lejos del resto de las islas más importantes, y no contaba con recursos valiosos, como minas, oro, y otros.

En nada tenía que ver con mi preciosa, exuberante, verde y enorme Iljenike, y, sin embargo, llegué a amar este "enorme pedrusco", como lo llamaba Eder, territorio que él mismo conquistó para sí y la gente que quiso seguirlo.

Resultó ser también un lugar de refugio para muchos isleños desplazados de otros puntos del enorme archipiélago del que yo también era originaria, por lo que allí, en el tiempo que permanecí, llegué a conocer a un enorme crisol de culturas, rostros, personas de toda índole y origen, que enriqueció mi mente, mi experiencia y mis propios conocimientos como sanadora y como jukar. Allí yo era una más, no una rareza exótica.

Eder me llevaba de excursión, junto con Leire y Rana, a conocer la isla y a sus lugareños. En ese tiempo, fui descubriendo una parte desconocida de Eder.

Desconocida para el mundo que lo temía como pirata, que lo despreciaba por el estilo de vida que había elegido, y que, sin embargo, a mis ojos y al de los de la isla, lo humanizaba. Lo convertía en un gran personaje, por su natural bondad, su cercanía, su generosidad. Allí lo amaban como a un patriarca, pues fue él el que les dio cobijo en una isla que no reclamaba como suya, pero que era suya a ojos del mundo. Ese era Eder.

En ese pequeño lugar, que él convirtió en su lugar de retiro, de paz, de descanso de los largos periodos en la mar, construyó "El Cielo", su propiedad, cuyo nombre estaba cargado de significado. Había creado un pequeño paraíso alejado del mundo, único, y que ejemplificaba esta parte de él, que en la mar no mostraba, pero que yo empezaba a conocer, y, os confesaré, a amar.

La casona era un lugar tranquilo, familiar a pesar de que allí no había más familia que Eder y los que trabajaban para él. Como ya os conté, Leire se encargaba de la gobernanza de la casa, como su familiar directa, y luego se convertiría en mi criada, en mi amiga.

George era el mayordomo principal, encargado de las cuentas, de su organización y abastecimiento. Era un hombre de mediana edad, proveniente de un pequeño país del continente, Yuga. Emma era su mujer, la cocinera, una mujer cariñosa, que amaba cuidar de los suyos, entre los que siempre me incluyó.

Fiona era la hija de ambos, tenía quince años, y ayudaba a sus padres en cualquier tarea que se le requiriera, especialmente recados con Canime, pues siempre fue diestra con las lenguas. En esa isla se hablaba varios idiomas. Su temperamento era tímido, más conmigo. Siempre me vio como a un ser divino.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora