8

11 5 25
                                    

Ni siquiera nosotras, como sacerdotisas de enorme sabiduría y poder, éramos capaces de dar una explicación a la terrible tormenta que azotó nuestra isla durante catorce días con sus catorce noches.

Los más sabios navegantes y pescadores iljenikos, aseguraban que lo traían furiosos vientos del norte, y que estaría afectando, muy posiblemente, a las islas más al sur del archipiélago de Ghikhanila. Decían, eran corrientes que se producían siempre durante el año del Cometa, que se daba, como todos, en intervalos de sesenta años.

Nuestros ancianos, quienes recordaban aún, narraron en esos días lo que ocurriera la última vez. Nosotras, las jukar, teníamos acceso a los anales de los distintos acontecimientos, del tipo que fuera, de la isla.

Yo, llevada por un estado de nervios a causa de esas tormentas, me encerré en la biblioteca para investigar sobre la última tormenta del Cometa.

Frases como "cientos de fallecidos en la cara oeste de la isla", "hundimiento del templo de Itilkos", "pérdida total del puerto de la Tortuga", hicieron que cerrara el libro de golpe. No soportaba la previsión de los acontecimientos destructivos de la climatología, a la que siempre tuve un temeroso respeto. Después de leer todo eso, me preparé para lo peor.

En la que nos tocó vivir, hubo heridos, muchos, pero a mí no me los trajeron. Yo era sanadora, que no era lo mismo que curanderos y cirujanos, encargados de contusiones, heridas, y demás daños físicos.

Yo me encargaba de los que no eran visibles para el ojo humano, y que, en mi cultura, eran los verdaderamente preocupantes. De hecho, dada la imposibilidad de usar las vías de la isla, los fieles dejaron de visitarme, circunstancia que agradecí, pues no estaba con el ánimo de sanar.

Uno de esos días, cuando ya contaban diez de temporal, mientras oraba en el gran templo, vacío de fieles, sentí revuelo en el exterior, que me desconcentró, y desconcertó.

Me levanté y salí al exterior, cogiendo antes mi velkik, por si el revuelo era causado por isleños. Fuera seguían arreciando el viento y la lluvia, a intervalos furiosos. El cielo estaba tan oscuro que parecía querer acabar con el mundo. Nunca, como entonces, vi cielos tan sombríos.

—¡Un barco! ¡Un barco ha naufragado cerca de la playa del Coral Blanco! —gritaba uno de los sirvientes del templo.

Los que allí se reunían, tensos, eran nuestros sirvientes y algunas hermanas, así que dejé el velkik a un lado. En ese momento, me crucé una mirada con Elantiokena, que había salido, como yo, a ver qué ocurría. Después, apareció Kasandre, con la que me crucé otra significativa mirada.

Había llegado el barco que acabaría con nuestra historia.

Nuestras miradas estaban tan llenas de comprensión, que fuimos capaces de mantener la calma, y, en ese momento, me di cuenta de lo importantísimo que es tener el conocimiento suficiente, para estar siempre preparado para lo peor. Es la única forma de combatir al miedo: conocimiento.

Lo que se desataría a partir de ese instante, se sostendría si nosotras, conocedoras de la verdad, manteníamos la calma. De las ikálikas dependía evitar el caos, calmar las almas y los ánimos de los nuestros, y prepararlos para asumir el inevitable fin. Era nuestro reto, nuestra responsabilidad, lo que los dioses nos habían mandado.

La playa del Coral Blanco, era, precisamente, la que se encontraba detrás del Templo de las Jurkas, por lo que nuestras instalaciones eran las más cercanas, y, además, idóneas para atender a las posibles víctimas de ese naufragio, el de un barco de conquistadores, el primero que llegaba a la isla de Iljenike, traído por los dioses hasta nosotros, y no por los hombres. Si esa no era una clara alusión a que la historia estaba a merced del cielo, nada lo era.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora