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A solo cinco días de nuestro destino, la Isla de Trega, donde Eder y su tripulación tenían su base, y Eder una residencia donde alojarme, ocurrió algo que me haría ganar simpatías, por fin, entre la tripulación de mi secuestrador, y con el tiempo, entre las gentes de esa isla.

Uno de los piratas enfermó de una herida mal curada producida durante el ataque de El Intrépido, nave con la que Josh trató de darme alcance, para luego hundirse. Sus fiebres eran terribles, y, aunque la herida estaba prácticamente cerrada, la infección no se había evitado. Fui yo misma la que se ofreció a ayudar, pues ya lo había hecho entonces.

Me condujeron hasta el enfermo. Rana me "protegía" de que ninguno se me acercara, pegando duros puntapiés al que se atreviera a no respetar el metro y medio de distancia que Eder había establecido como mi espacio personal, y Rana era el encargado de que todos cumplieran.

Entre todas las hamacas de los piratas, en la oscura bodega donde dormían, y que apestaba, estaba el enfermo, delirando.

—Rana, un taburete —le pedí.

Él corrió veloz y me lo colocó. Cerca de treinta hombres me observaban, fascinados, y aún no había comenzado.

Me senté, cerré los ojos y coloqué mis manos sobre el enfermo, a un palmo. Comencé a buscar el desequilibrio en las energías de ese cuerpo. El silencio era sobrecogedor, solo roto por los jadeos del enfermo, el crujido del barco navegando, y el movimiento de las camas colgantes. Cuando hallé el punto, cerca de su estómago, me concentré, y empecé mi profundo canto de sanación.

Durante diez minutos canté, sosegada, concentrada, rodeada de curiosos, pero todos en sepulcral silencio. Sabía que muchos hasta contenían la respiración. Poco a poco, la inquietud del enfermo comenzó a menguar, hasta que se quedó dormido.

Lo había conseguido, equilibrado sus energías, y ayudado al cuerpo a comenzar la sanación con menor sufrimiento para el enfermo, que, con eso y manteniendo la medicación que ya tenía, mejoraría. Sin embargo, el esfuerzo me dejó tan agotada, que me mareé y comencé a caer hacia un lado.

Rana corrió en mi ayuda, y me sostuvo, a duras penas.

—¡Apartaos! —ordenó Eder, apareciendo de la nada, entre sus hombres.

Yo no sabía que se encontraba entre ellos, pero me estuvo observando todo el tiempo, desde la sombra. Me cogió en brazos y me sacó de allí.

Las emociones de los últimos meses, el cansancio, la falta de sueño, y ese cerrado lugar, me habían dejado exhausta cuando hice mi sanación, que llevaba semanas sin practicar. Eder me tumbó sobre su cama, que había sido la mía desde que estuviera allí.

—Ikálika sanadora... La última —susurró él, mientras me refrescaba la frente con un trapo humedecido, con Rana a su lado, ayudándolo—. Eres una caja de sorpresas, Adara, un cofre que guarda un increíble tesoro.

No contesté, simplemente me dejé hacer, hasta quedar dormida de agotamiento.

Cuando desperté, al día siguiente, me confirmaron que el enfermo había recuperado la consciencia, lo que facilitó darle su medicación.

Salí a dar mis paseos, buscando el aire marino que me acariciara, y descubrí que las miradas de todos esos hombres habían cambiado por completo. Ahora había temor, respeto, admiración y curiosidad, pero ya no más rencor o lascivia. Habían presenciado magia, y escuchado el canto de la sirena, como ellos decían, que no era más que el canto de una jukar. Acababan de ver confirmadas las palabras de Goilei.

El que me observaba sin cesar, sin disimulo, y de forma muy diferente, era Eder.

Desde que me conociera, me estudiaba. En cuanto escuchó mi historia, me gané su respeto, y él se ganó mi confianza en las semanas siguientes al ataque de El Intrépido, pero, después de esa sanación, su curiosidad se había transformado en otra cosa indefinible, que me inquietaba mucho, pero no desde el miedo, sino desde la incertidumbre.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora