23

5 1 0
                                    

La razón por la que Hélokar desapareció durante dos semanas, fue porque, al rebelarse contra la voluntad de los Sabios y de su padre sobre su compromiso, tuvo una serie de enfrentamientos con ellos.

Para hacerse perdonar, se entregó a su trabajo como heredero, pero es que, además, le impusieron una férrea vigilancia, pues empezaron a sospechar que tenía un romance, y pretendían descubrir con quién, por lo que él decidió alejarse del templo para no ponerme a mí en peligro.

Yo lo echaba terriblemente de menos, pues la última noche que pasamos juntos, después de semanas sin vernos, había hecho que me diera cuenta de la tremenda necesidad que tenía de él.

Mi vida como ikálika había perdido todo su sentido desde que el amor hacia dos hombres irrumpiera en mi existencia. Sin embargo, no encontraba el valor para rebelarme contra ello como Hélokar sí lo había encontrado para rebelarse contra la suya al no comprometerse.

Cuando ya contaban esas dos semanas sin vernos, una noche, volvió a mí. Nunca venía en plena noche antes de marcharse al sur de la isla, por lo que deduje que sería el único momento del día en el que le era posible burlar la nueva vigilancia. Todo esto que os explico, me lo contó él esta noche.

—Pero no es solo eso, ¿verdad? —le pregunté, abrazada a él sobre mi cama.

Como siempre, nuestro encuentro había sido intenso, sincero y anhelante. Él me hizo lo mismo que la otra vez, y disfrutó de hacerme feliz de forma tan física e íntima. Sin embargo, yo en todo momento intuí en él una profunda sombra de preocupación.

—No me van a impedir que te convierta en eikil, Casíoke —me prometió, y me acarició la mejilla con dulzura—. Su negativa solo alimenta mi determinación, y cuanto menos te veo más te necesito. Pero ahora, incluso eso, temo perderlo, y no por su causa.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté, levantándome sobre mi codo.

Él me miró con temor.

—Han avistado dos barcos invasores al norte de la isla, a unas seis millas de aquí —dijo, sombrío.

Me erguí más, asustada. Yo sabía, como todos en Iljenike, lo que eso significaba.

—¿Cómo lo sabes?

—Dos keikos estaban pescando, y los vieron. Lo que temen es que los extranjeros los vieran a ellos —explicaba—. Nos lo han reportado esta mañana en el palacio, yo estaba presente.

—Es lo más cerca que han estado nunca —comenté. Él asintió.

Comencé a recordar la visión que todas las ikálikas compartíamos del desastre que sabíamos se avecinada, y del que no habíamos dicho nada para que no cundiera el pánico, pero, tal vez, era el momento de decírselo a Hélokar. ¿Debía pasar antes por Elantiokena? Decidí que no.

—Nosotras lo sabíamos —confesé, y me senté con las piernas cruzadas. Lo miré. Él se elevó. Estaba, como yo, desnudo—. Hace casi un año que Kasandre tuvo una visión sobre la llegada de los extranjeros. Iljenike no va a sobrevivir a la invasión. Sufriremos el mismo destino que el resto del archipiélago.

Él me miró sombrío, pero conforme le fui narrando lo que cada una de nosotras sabía y había visto a través de distintas formas, su rostro se fue transformando hacia la expresión de la angustia, real. Verlo así me hizo temer, y querer llorar, pues, ese avistamiento acababa de poner fecha a ese fin, lo que suponía que lo nuestro también se veía amenazado.

—Bueno, Casíoke, puede que eso pase dentro de mucho, o puede que nunca pase —se obcecó él, no queriendo aceptar.

—Hélokar —dije, y le tomé el rostro entre las manos, implorante—. Kasandre nunca se equivoca, y no ha sido la única que lo ha sentido.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora