Cuando uno vive con la permanente angustia de lo que le ha podido pasar al ser amado, pues carece de noticias que le confirmen su verdadero estado... Os juro que entré en un pozo que no conocía fondo.
La inquietud se llevaba mi ánimo cada día, sin misericordia, y por más que luché contra ello, no era capaz de vencerla. Me esforzaba por reconfortar los corazones de otros, cuando para el mío no había consuelo posible.
No dejé de rogar por buenas noticias, pero seguían llegando las malas, hasta que, un día que llegaron al asentamiento ciento veinte iljenikos de la capital, supe de la verdadera gravedad de la situación.
—Están empezando a esclavizar a la gente, la venden en otras islas —me decía una mujer de la capital, entre lágrimas, pues su hija había sido una de esas personas—. Saben que muchos estamos huyendo al sur, por lo que han cortado ya todos los caminos, somos los últimos.
Algunos de los que estábamos recibiendo a los nuevos refugiados, entre los que siempre me encontraba yo, esperando a Hélokar, escuchábamos consternados.
—¿Sabes algo de Hélokar? —le pregunté angustiada.
—¡Ay! ¡Mi eka! ¡Lo van a matar! —exclamó la señora.
Sentí mi alma abandonar mi cuerpo, como se va la vida y deja el cadáver. El corazón golpeó con fuerza mi esternón. El miedo llenó cada poro de mi piel con su terrible caricia. Fue tal la impresión, que me mareé, y tuvieron que ayudarme a mantenerme en pie.
—¡Mi eka! —exclamaban. Miré a la mujer.
—¿Cómo que lo van a matar? —dije, casi sin poder articular palabra.
—Intentó evitar la salida de un keiko con gente de la ciudad que iba a ser vendida en otras islas, y lo apresaron —contaba la mujer, entre llanto de impotencia, pues en ese barco iba su hija—. Lo apalearon hasta casi matarlo... Está atado en la plaza día y noche. Los iljenikos son los que lo mantienen vivo, pues quieren los invasores que muera de inanición, como ejemplo.
No pude escuchar más... Corrí a la que era mi sencilla vivienda, junto al templo y las demás viviendas temporales de mis hermanas. Nadie pudo detenerme. Cogí lo básico, pero lo que más llevaba conmigo era mi fuego interno, alimentado por el miedo más atroz, que a algunos paraliza, y a mí me llevó a actuar de la forma más temeraria posible.
Mis hermanas rogaron por que me calmara, tratando de convencerme, pero yo estaba ciega, sorda y muda de angustia, que era la que dominaba mi cuerpo, me impulsaba hacia adelante, y me hizo correr cuesta abajo los kilómetros que separaban Houluke de la base de la montaña.
No sentía las heridas en los pies, los arañazos de las plantas que trataban de retenerme en el seno de la selva. Superé todas las adversidades que los dioses me pusieron en el camino para evitarme la salida de su seguridad. Nada importaban el cansancio, la falta de alimento, la sangre en mis pies descalzos, la lluvia intensa que cayó durante todo mi viaje, haciendo mis ropas pesadas y mi viaje penoso.
Nadie de todos los que me crucé en el camino, que sabían quién era yo, pudo detenerme, pues lo intentaron, con vehemencia, pero mis amenazas los obligaba a retractarse.
Ya no era un secreto en esa isla, que iba camino de la perdición; que la bella Casíoke corría en busca de su amado Hélokar. Nuestra historia, os aseguro, traspasaría las fronteras del mismo archipiélago, e incluso se escribieron poemas, canciones y se interpretaron obras que narraron nuestra trágica epopeya.
Llegué a Ilje, os juro que no sé cómo, en la noche del segundo día desde que saliera de Houluke. Tampoco sé cómo fui capaz de evitar a los invasores y sus controles en los caminos. Sentí que una fuerza me protegía de alguna forma, y mi terror impulsaba mi coraje, pero también mi inconsciencia, y lo pagaría muy caro. Pero eso viene después.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomanceCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...