Esa noche no dormimos ninguno de los dos, pero no nos importó. Ambos estábamos con el ánimo que enciende a los enamorados, que no padecen nada, elevados en una especie de nube de inconsciencia. En mi caso, era algo que iba a durar poco, y a convertirse en una nube de tormenta.
Él estaba casi recuperado de su herida, aunque la operación fuera reciente. Solo necesitaba descansar algo más, ganar el peso que había perdido, y tener paciencia con la herida que debía sanar, pero ya cerrada y curada tras la intervención de los cirujanos.
Le hice prometer que no saldría del palacete de la ikálika sanadora, mientras yo volvía a mi rutina, y lo dejé a cargo de Kirea, mi sirvienta, que, turbada, no pudo más que aceptar su misión. Yo no temí nada, pues sabía que el capitán se comportaría, y así fue.
Yo, habiendo avanzado en la sanación de mi paciente, retomé mis quehaceres como jukar, aunque os confieso que mi único deseo era estar con él, pero mi sentido de la responsabilidad, y, por qué no, mi temor de los dioses, eran más fuertes. El deber era el deber.
Acudí a la meditación matinal con mis hermanas, todas juntas. Era el momento del día en el que no se hacía distinción entre ikálikas y el resto de jukar.
Muchas me miraron con resentimiento, ese que destila la envidia más profunda. Yo estaba en cierta forma acostumbrada, por lo que no le di más importancia. Más adelante supe que la ikai ya había comenzado con su campaña de desprestigio contra mi persona, por tener al capitán en mi palacete sin ser supervisada.
No le faltaba razón. Yo ya había quebrantado las dos normas principales entre las jukar: no dejarse ver por personas ajenas al templo, y evitar a los hombres. Por lo tanto, estaba recibiendo lo que yo misma me había buscado.
Fue por eso que tuve que escuchar las duras palabras de Elantiokena, y las suyas me dolieron de verdad, porque de una vez, destruyó todos mis juveniles sueños. Fue una amputación brutal.
—Hermana Casíoke —me dijo cuando salíamos de la meditación. Me volví y la miré, confiada—. Borra esa sonrisa de tu rostro ahora mismo —me espetó.
Mi corazón se contrajo violentamente, y mi estómago se cerró. La dureza de su mirada me hizo bajar los párpados, y borrar la sonrisa a la que ella se refería, y de la que yo no había sido consciente.
De hecho, no había sido capaz de meditar esa mañana, pues mi mente estaba con el capitán y la noche que habíamos pasado, hablando, conociéndonos.
—Ven conmigo —y me hizo seguirla hasta los jardines de las ikálikas.
Caminamos en silencio por varios minutos, el sol alzándose tímidamente entre unas nubes bajas matinales, de esas que a lo largo del día acaban por desvanecerse. Había mucha humedad en el ambiente, y el calor era moderado. Las aves cantaban con entusiasmo, y las fuentes del jardín tocaban su particular melodía, pacífica. Nada de este maravilloso escenario fue capaz de elevar mi ánimo. Sabía lo que iba a ocurrir a continuación.
—Ya te has condenado, Casíoke —soltó Elantiokena, que sonó como un trueno en mis oídos—. He de decir que no te culpo. Sabía que esto ocurriría.
—¿Entonces por qué lo permitiste? He seguido tus órdenes —le reproché, sentidamente dolida.
—Estaba poniéndote a prueba —respondió fríamente. Me quedé helada—. Me has decepcionado, hermana. Pensé que tu compromiso con las ikálikas era mayor, más fuerte y sincero, pero supongo que a tu edad es difícil.
Aquello me dolió. Me dolió en lo más profundo.
Yo admiraba a Elantiokena más que a nadie en mi pequeño mundo de jukar. Yo pensaba que estaba haciendo lo correcto, que había demostrado sobradamente mi valía con todo lo logrado en las tres últimas semanas y todo el asunto del naufragio, y, sin embargo, no había superado en absoluto la prueba.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomantizmCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...