Durante dos días, sin apenas tiempo ni para dormir, exhausta, atormentada, con un profundo dolor de desesperanza, por haber perdido de nuevo, a otro hombre, esta vez, mi marido, trabajé en curar heridas, contusiones, y asistir al médico en todo lo que me pidiera.
Yo actuaba como un fantasma, llevada por la inconsciencia, que me impedía la rendición, porque, de buena gana, como cuando perdí a Hélokar, me habría dejado morir. Sentía que estaba repitiéndose la historia, y no entendía el porqué.
Los hombres me observaban con desprecio, y alguno trató de sobrepasarse, pero un siempre atento Eder, los refrenaba, con una sola mirada.
El pirata estaba mostrando una parte que yo desconocía y que se alejaba de la impresión que me había quedado después de aquella primera noche de conversación, donde llegué, en algún momento, a sentir cierta calma que me llevaba a confiar en él.
Pero, en esas circunstancias, descubrí uno de los rasgos que tanta fama le daba. Era casi inmortal. Eso decían de él. Fue el que más luchó, y no recibió ni una herida. Era implacable incluso ante la muerte, a la que enfrentaba con una frialdad inhumana, como yo estaba viendo en ese escenario bélico, tétrico y cruel.
No dejó de observarme, vigilarme, mientras él también atendía a los heridos, ayudaba a reparar los desperfectos de La Bella Negra, dirigía a sus hombres, los animaba y mantenía el rumbo de la nave sin clemencia, llevando al extremo a su propio barco, como si siguiera huyendo de algo.
—¿De verdad lo hundimos? —me atreví a preguntarle al médico, cuando hacíamos una revisión rutinaria de los heridos. Me miró sin comprender—. El barco frontasiano que nos perseguía.
—¿Por qué lo preguntas? —me dijo con rudeza, mientras cambiaba el vendaje de la herida de uno de los piratas, que, mientras tanto, me observaba a mí con un hambre peligrosa.
—No reina el ánimo de una victoria —dije, atrevida.
El médico, Hegger, me miró de soslayo, sin detenerse.
—¿La muerte de diez de los nuestros, dos heridos graves, y veinte leves, te parece algo para celebrar? —me preguntó punzante.
No me acobardé. Yo estaba furiosa con ellos. Había perdido a mi marido, el segundo hombre al que amaba se iba de mi vida en cuestión de semanas. Si yo no estaba más hundida era porque no había tenido ni el tiempo de disfrutar de mi matrimonio.
—¡Se acerca una nave! —se oyó desde el cúmulo del palo mayor.
Yo miré hacia arriba, al vigía que dio la alarma, mientras el resto corría hacia el lado de la nave que él señalaba. La tensión se sintió al momento. ¿Nos atacaban de nuevo?
Sin moverme del sitio, en el centro de la cubierta, sola, miré hacia el castillo de popa, donde se encontraba Eder, con su figura imponente, siempre alerta. Lo vi sacar un catalejo y apuntar hacia el horizonte, hacia el norte. La claridad era absoluta, en un día despejado.
—¿Es un correo? —decía uno.
—Creo que es una nave frontasiana, la bandera es azul —comentaba otro.
—¡Va rápida! —decía el vigía desde el cúmulo.
Miré de nuevo a Eder, que seguía impasible, manteniendo la calma.
—Es una fragata —añadía uno. Yo no entendía nada.
Se hizo el silencio durante largos minutos, mientras todos se mantenían en tensión, yo la primera.
—¡Es El Truhan! —exclamó Eder desde su sitio, cerrando el catalejo.
Todos aplaudieron levemente, se animaron unos a otros, rieron, bromearon y el ambiente en la nave se relajó por primera vez desde que yo embarcara en La Bella Negra por primera vez. Sentí que para mí no eran buenas noticias, pero estaba completamente equivocada.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomanceCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...