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El almirante había ordenado la vuelta a Puerto Dorado, el principal puerto de Las Oceánicas, el primero que fundaran los invasores, en la isla de Regala, dominada por el Imperio de Fronsta. Era la isla más septentrional del conjunto, por lo tanto, la más alejada de Iljenike, lo que deparaba un viaje de alrededor de cuatro semanas si las condiciones climáticas eran favorables para una nave tan pesada como La Colosal.

Como Josh exigiera, descansé, pero arrastrada por lo vivido, por la falta de fuerzas, y no por propia voluntad, pues me sentía de alguna forma atormentada. La Casíoke de antaño se habría sentido rabiosa, pero ese fuego interno no me acompañaba ya. Acabé durmiéndome entre pensamientos de impotencia, tristeza y dolor, extrañando enormemente mi vida pasada.

Cuando desperté, en la cama de Josh, pues su cabina sería mi espacio durante ese trayecto, él estaba allí, pero me daba la espalda. Estaba desnudo de cintura para arriba, mostrando una poderosa espalda, bronceada, pero también surcada por varias cicatrices, algunas, impactantes.

Se estaba lavando el rostro y las manos en una jofaina de cerámica blanca, frente a un gran espejo. Cuando se miró en él, recabó en que yo estaba despierta y lo observaba, maravillada. Él sonrió, soberbio. Se volvió, y me miró, con preocupación.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—Molesta contigo. Decepcionada —le espeté, y me mantuve tumbada.

Su rostro se ensombreció.

Se secó con una toalla, que luego dejó con lentitud sobre una silla, y se acercó hasta la cama, mientras yo lo observaba.

Realmente lo estaba devorando con la mirada, y él lo sabía. Era un hombre magnífico. Como ya relaté, Josh Wonter era el hombre más guapo e imponente que vuestra imaginación pueda crear.

—Acabarás abandonando tu ira, y amándome como lo hiciste en Iljenike —dijo, sentándose sobre el borde de la cama.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque me lo están confirmando tus ojos ahora mismo —contestó, mirándome con igual intensidad.

Os aseguro que nuestro nivel de atracción era sobrenatural. Fue lo que convirtió nuestra relación en algo intenso, descontrolado, a veces peligroso, dañino y cruel, pero con una capacidad de entregada devoción, de necesidad casi mortal, como no se ha contado jamás. No conocimos el punto medio. Pero eso es algo que os iré narrando.

—Quiero conquistar tu corazón como lo hice entonces, Casíoke, llegar a tu alma —me decía. Y yo deseaba dárselo, pero mi ánimo era mínimo entonces, y él se dio cuenta—. Me hago cargo del trauma por el que has pasado. No veo la luz que te caracterizaba, pero pienso devolvértela.

—Se apagó para siempre, almirante.

—Llámame Josh, Casíoke. Voy a ser el hombre de tu vida. —Su seguridad me confundía, pues no sabía si sentirme halagada o asustada—. Es algo que me juré cuando te conocí.

—¿Y cómo pensabas hacerlo, dejándome en la isla?

—Estaba buscando la forma de llegar a ti.

—Al final llegué yo a ti —corregí, y solté contra él mi dolor interno—: ¿Me habrías secuestrado? ¿Habrías quemado la isla?

Su expresión se endureció, me miró por última vez, y se levantó, dándome la espalda de nuevo. Fue hacia un colgador donde tenía una camisa limpia y su chaqueta azul. Mientras se la ponía, molesto, habló con dureza.

—Voy a pasar por alto tu crueldad, por el amor que te profeso, y porque lo que has vivido te ha dejado una huella difícil de borrar —y me miró—. Pero asume, cuanto antes mejor, que tu vida ahora depende de mí, y que pienso hacerte dichosa, pero dependerá de ti serlo de verdad.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora