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No volví hasta la noche, esperando encontrarlo dormido. Estaba ofuscada y de alguna forma entristecida, pero se mantenía cierta emoción encendida dentro de mí, ese deseo de él a pesar de todo. No podía, como ikálika, abandonar mis responsabilidades por los caprichos del corazón.

No estaba molesta con él. Como ya dije, lo estaba conmigo misma y mis limitantes circunstancias. De haber sido una iljenika más, os juro que me habría lanzado a sus brazos cuando me propuso salir de la isla para irme con él, pero, ¿de verdad? No lo conocía.

Decidí que debía hacerlo, tal vez, si descubría algo turbio, encontraría consuelo para mi irrevocable negativa. Pero el capitán Josh Wonter era intachable, y vais a saber por qué.

Como os comentaba, volví por la noche, para encontrarlo dormido. Me senté junto a su cama, solo con un pequeño candil de plata, que iluminaba lo suficiente. Estaba boca arriba y no me sintió.

Puse mis manos sobre su frente, y al momento sentí las distorsionadas vibraciones del dolor. Cerré los ojos, me concentré, dejando a un lado mis sentimientos, y comencé mi canto en voz baja. Estabilizar esas vibraciones fue lo único que me importó durante al menos una hora, cuando el candil se apagó.

No me alarmé por esto, y terminé con calma. Abrí los ojos. Todo estaba a oscuras. Me di cuenta de que no sentía su respiración. Llevé mi mano sobre su pecho, para cerciorarme de su verdadero estado, y por culpa de la oscuridad, no vi que él, como ya había hecho en numerosas ocasiones, tomaba mi mano, y entrelazaba sus dedos con los míos.

Me asusté tanto que solté una repentina exclamación apartando la mano como si algo me hubiera mordido. Tropecé con el taburete detrás de mí, y fui a caer, cuando él se incorporó, y me sostuvo por un brazo y la cintura. Todo seguía a oscuras, y menos mal, pues el color de mi rostro debía ser el granate. Estoy segura de que fue capaz de escuchar mi ruidoso palpitar.

—Casíoke, ¿estás bien? No pretendía asustarte —dijo.

—Capitán, esto no solo es indecoroso. Para una jukar está prohibido —respondí aún conmocionada, mientras me alejaba de él y de la cama, aturdida y nerviosa.

Reaccioné con frialdad y fui a por otro candil, que encendí con unos cantos que teníamos para eso. Utilicé ese tiempo para calmarme, respirando profundamente. Lo tomé y me acerqué de nuevo a la cama donde él estaba sentado. Me miraba preocupado.

—¿Desde cuándo estás despierto? —pregunté resignada.

—Desde el principio.

—¿Y no me dices nada?

—No quiero condicionar tu trabajo, y me encanta escuchar tu voz cuando cantas.

—No empieces —le reproché conteniendo el sonrojo.

—Lo siento —Pero era mentira.

—¿No puedes dormir? —pregunté, suavizando mi tono.

—No.

—¿Por qué? ¿Te doy algo?

—No puedo dejar de pensar en cómo hemos acabado antes —reconoció serio, mirándome.

—¿Qué importa? Te vas a ir y no volveremos a vernos.

—Pero eso no me da el derecho a herirte, ni condicionarte. Te pido perdón por ello —dijo, mirando al frente—. No pretendo robarte tu vida con la excusa de mis sentimientos.

—Debemos olvidarnos de eso —sentencié, mostrando una determinación que no sentía en absoluto. Mi corazón se deshacía de pena.

—Aun así, me encantaría saber de ti —pidió, mirándome.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora