Apenas tardamos treinta minutos en llegar al fuerte, que hacía también de prisión en la isla de Regala, a pocos kilómetros de la ciudad de Belvina y de Puerto Dorado, y, además, junto a la costa. La llovizna seguía cayendo, pero no era molesta.
En la entrada nos interrogaron, con desconfianza. Nos ocultábamos bajo nuestras amplias capas con capucha. Ella mostró el permiso. Los guardias dudaron, pero como ella prometiera, era convincente.
De hecho, los amenazó con contárselo al almirante, y, si se lo proponía, podía ser tan terrible como su hermano. Nos dejaron pasar, y nos acompañaron hasta donde se encontraba detenido Eder, después de varios minutos recorriendo largos, oscuros y malolientes pasillos de húmeda piedra.
—¿Puedes preguntarles dónde está Lucas? —le susurré a Didi.
—Ya lo había pensado, no te preocupes —me contestó, con otro susurro, mientras el guardia que nos escoltaba iba abriendo pesadas puertas de hierro—. Espero que tu pirata no esté muy malherido, porque vais a tener que salir solos. Yo he preparado otra orden para que me dejen ver a Lucas, y saldré con él.
—¿Cómo? —pregunté incrédula.
—No lo sé —y me guiñó un ojo—. Algo pensaré. Nos vemos en la costa. ¿Podrás?
—Claro que sí —dije resuelta.
De pronto me sentí como en mis tiempos de jukar, cuando Hélokar y yo teníamos nuestros furtivos encuentros, siendo capaces de eludir a todo el mundo. Me sentí esperanzada, y me llené de energía.
Cuando llegamos a la celda de Eder, lo vi sentado contra la pared. No nos prestó atención, pero luego escuchó la voz de Didi dando la orden de que la llevaran con el preso de nombre Lucas Benson, y reaccionó al momento.
Se emocionó cuando nuestras miradas se encontraron, y sonrió. Tenía un ojo morado y el labio partido, y probablemente más golpes que no vi a simple vista, pero no parecía malherido.
Me dejaron a solas con Eder unos instantes, cruciales, algo que Didi y yo esperábamos y provocamos. El argumento siempre fue que queríamos tener unas palabras con el pirata antes de su supuesto ahorcamiento inminente, cuando realmente no se había celebrado ningún juicio.
La inexperiencia de los carceleros de esa noche fue un regalo divino. De haber dado con alguien superior, o más experimentado, no habríamos conseguido nada.
Me acerqué hasta la reja al tiempo que él se levantaba deprisa.
—Adara, mi amor —me dijo, y nos besamos a través de la reja.
—¿Sabes abrir celdas? —le pregunté con urgencia.
—Estás hablando con el mejor escapista de Las Oceánicas —me dijo, mientras yo le entregaba una pequeña navaja.
No tardó ni un minuto en abrir la puerta desde su lado. Nunca supe cómo lo hizo. A mí me parecía imposible. Cuando salió de la celda, nos abrazamos con fuerza, y luego me sostuvo el rostro entre sus manos y me besó. No sabéis la felicidad que fue sentir sus labios, sus manos, su amor.
—Cuánto te he extrañado, preciosa —me susurró, mientras me besaba.
—Vámonos Eder —le rogué, atemorizada de que nos encontraran.
—Estás preciosa embarazada —sonrió, con absoluta calma, ignorando mis temores.
—¡Eder! —le recriminé, y él volvió a besarme, pero no se entretuvo más.
Me cogió de la mano, y como si conociera la prisión de vivir ahí, empezó a recorrer los pasillos, abriendo las rejas sin problema. No dudó en los giros, supo cuándo debíamos escondernos, cuándo correr y cuándo esperar.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomanceCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...