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Como os decía, al despertar, la situación era bien distinta.

Me habían bañado, perfumado, peinado, vestido y hasta enjoyado. Me encontraba en una habitación completamente desconocida, decorada y amueblada en un estilo distinto al iljeniko que yo conocía. Era espaciosa, lujosa, con un gran ventanal en su lado derecho. La oscuridad en el exterior era tal, que deduje era de noche.

Yo estaba echada sobre una gran cama con dosel, con sábanas limpias y una manta de vivos colores cubriéndola, sobre la que me encontraba. Me incorporé, desorientada, y entonces sentí el dolor en la sien derecha, donde me habían golpeado. Me llevé la mano a esa zona, y descubrí una herida. Miré entonces mis pies. También me los habían limpiado y curado, pero se veían inflamados y amoratados.

Fui a erguirme, y me di cuenta de que me habían atado la mano izquierda al cabecero de madera. Intenté desatarme, y, entonces, una voz llamó mi atención.

—No lo intentes.

Miré en la dirección de la que provenía esa voz desconocida, hablándome en el idioma comercial.

De detrás de un biombo de madera acanalado, surgió un hombre, alto, maduro, con incipiente barriga, bien vestido, con mirada sucia y sonrisa cruel. Por su vestimenta y sus maneras, deduje que era una persona de alto estatus, adinerado. También deduje al momento lo que desprendía su mirada, sus sucias intenciones, su lascivo deseo.

No dije nada, ni hice nada, me mantuve estática, observándolo.

Quería gritar por el capitán, como hiciera en el puerto, pero no sabía dónde estaba, ni cuáles serían las consecuencias.

—Me han asegurado que eres una jukar sanadora —decía el hombre—. Piden una fortuna por ti, pero yo no sé si lo eres de verdad.

Yo me mantuve en silencio, temiendo lo peor, pero sopesando mis probabilidades.

Sentía ruido al otro lado de la ventana. Estábamos en una ciudad bulliciosa, aunque no en exceso. La gente, por tanto, seguía despierta.

Ese hombre no sabía si yo era una jukar.

Lo miré detenidamente.

—Sin duda eres una belleza como no he visto jamás —seguía, cerca ya de la cama—. Tus pies demuestran que andas descalza, hasta el punto de tenerlos tan malheridos que han querido amputártelos, pero no quiero una jukar sin pies. Sobre tu virginidad solo hay una manera de saberlo —dijo, con torcida sonrisa—. Si no eres virgen, no eres una jukar, y ya no me sirves, pero como ramera, se te podría sacar un buen dinero.

Ese era un problema. Si ese hombre decidía abusar de mí, y descubría que no conservaba mi virtud, mi destino podría ser peor. En cualquier caso, era algo que se acabaría sabiendo.

Lo miré seria, mientras se acercaba, con mi mente pensando opciones de evitarlo. Solo tenía al capitán.

Estaba segura de que seguiría buscándome hasta la saciedad. No pararía hasta encontrarme. Tenía que hacer que eso pasara, y conocía una forma que él reconocería.

—Puedo demostrar que lo soy —dije.

—No es necesario que lo demuestres, lo voy a comprobar yo mismo —contestó, mientras comenzaba a quitarse la chaqueta.

Mi corazón se aceleró de pánico.

—¿Ya has pagado por mí?

—Lo haré en cuanto te pruebe.

—Puedo cantar —continué, amedrentada, tratando de controlar ese miedo.

Él se detuvo y me miró con curiosidad. Se quedó pensativo.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora