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Fue entonces cuando me di cuenta de que yo era la única persona a la que no podía sanar con mis manos, pero también, de que mi estado anímico era fundamental para recuperarme de una enfermedad como la que padecí. De hecho, fueron los intensos nervios los que me llevaron a ese estado febril que casi acaba con la primera sanadora en dos décadas.  

Permanecí postrada en cama casi dos semanas, mientras la fiebre me provocaba unas pesadillas terribles, de las que no recuerdo nada, y tampoco las recordaba cuando despertaba entonces, las pocas ocasiones que lo hice. Solo sé que, en todo ese tiempo, Elantiokena no se separó de mi lecho.

Siempre fui consciente del enorme orgullo que sentía por su pupila, y eso se transformó, con el tiempo, en un cariño no mostrado, pero siempre atento, como el de una madre que no quiere malcriar, pero está siempre preocupada.

Se temió por mi vida de verdad, hasta el punto de que la isla entera se mantuvo en vilo hasta mi recuperación.

En el templo, la compasión prevaleció por encima de las envidias, y todas mis hermanas, juntas, oraron y pidieron por mi sanación. Salvo por la ikai, que estoy segura, entonces y hoy, habría preferido mi muerte. No soportaba que nadie le robara el protagonismo, y yo lo había eclipsado por completo desde que se descubrieran mis poderes sanadores.

La primera semana fue crítica, y la siguiente, una batalla con mi propio espíritu, pues sabía que mi sanación dependía enteramente de mí misma. Me esforcé por cuidarme, meditar, alimentarme, descansar y concentrarme en mi cuerpo, con el que establecí un diálogo fluido, que a día de hoy permanece y me ha garantizado siempre mi salud.

Desde entonces, antepuse sus necesidades a mis deseos, siempre. ¿Qué tipo de sanadora sería si no lo hiciera? El cuerpo habla, se expresa, constantemente, de formas a veces solo sutiles, y otras dolorosamente duras, evidentes. En ocasiones habla en susurros, y cuando éstos no son escuchados, grita para hacerse oír.

Fue de gran ayuda el saber que los padres de Erikala nunca me culparon de nada, aunque tampoco se enteraron de lo que hice. El cómo terminó la vida de la niña quedó entre Elantiokena y yo, no solo para evitarme a mí más culpa y vergüenza, sino también para evitar las malas interpretaciones de los isleños sobre lo que podía hacer una sanadora.

Elantiokena me tranquilizó al contarme que Lufika, la anterior a mí, también lo había tenido que hacer varias veces en sus más de treinta años como sanadora.

En ocasiones, muchas, los males que asolan el cuerpo o la mente de algunas personas no tienen cura, pero el apego de los seres queridos los lleva, inconscientemente, a querer alargar la vida de sus enfermos aún por encima de la certeza del dolor que padecen. Pueden incluso no querer ver esa agonía, pensando solo en la suya propia.

Una de las misiones de las sanadoras también era hacerles comprender que la paz que otorga la muerte, es la única opción en ocasiones, pero esto es algo tan difícil de asumir, que incluso a mí me cuesta decirlo en alto, pues sé que me señalan por ello.

Esto es algo que hoy asumo con naturalidad, pero que, en aquel entonces, con mi primera víctima, no era capaz de comprender. Tardaría años en soltar la culpa que me causó la muerte de Erikala.

También os diré, que después de la suya, vinieron muchas más, y fueron pesando, una a una, como una losa sobre mi alma, hasta que ya no pude soportar el peso, que me aplastó. Decidí entonces soltarlo, dejarlo, para liberarme de una responsabilidad que no era mía, sino de la vida.

De mí no dependía la de los demás. Mi misión era ayudarlos hasta donde los dioses me permitieran, a partir de ahí, suya era la sentencia, unas veces por la vida, otras por la muerte.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora