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La conversación con Elantiokena había dejado mi alma sumida en la preocupación, en una muy profunda, llena de dudas, de miedos, de incertidumbre, y mi ignorancia en los asuntos del amor, me llevaban a desconfiar de mi propio juicio. Debía templar mi mente si quería que mis sentimientos por el capitán no fueran más poderosos que mi razón. ¿O debía dejar que fuera al revés?

Aunque ella había lanzado la idea de dejar la puerta abierta a irme de la isla, sinceramente os diré, que no era algo que me planteara entonces. Cuando por fin me sentía orgullosa de ser jukar, después de haber aborrecido ese papel desde los doce, no podía abandonar un lugar en el que yo tenía cierto protagonismo, era alguien importante para Iljenike.

Allá fuera no había promesas de nada, siquiera de que el enamoramiento del capitán fuera a ser duradero. ¿Qué hacía yo, fuera de Iljenike cuando no había ni salido de su templo? Los iljenikos, sin haber salido de la isla, tenían más mundo que yo. Era una quimera. Tuve la suficiente madurez de hacerme a la idea de esto.

—Algo ocurre —me dijo el capitán cuando volví para verle.

—Sí, que debes irte ya del templo —contesté, resuelta. Lo mejor era amputar sin pensar.

Él se quedó frío, y serio como no lo había visto hasta entonces. Curiosamente no dijo nada al principio, solo vislumbré la profunda decepción. Su rostro se ensombreció peligrosamente.

—Lo comprendo —respondió con sequedad.

—¿Lo comprendes?

Su respuesta hirió de verdad mi orgullo. Esperaba alguna súplica, o dolor, pero no, se mantuvo impasible.

—Casíoke —dijo, sentado sobre la cama, mirándome—. Entiendo que es mejor no dejarnos llevar por más, pues mi partida es inevitable. Es la única manera de mantener a Iljenike segura de los extranjeros. Que nos vayamos cuanto antes.

—Habrá que esperar a tu total recuperación, pero esta tiene que ser en el palacio, capitán —dije, sintiéndolo de verdad en el alma.

¡Como duele soltar aquello que hace tan feliz!

—Lo entiendo...

Se hizo entre nosotros un profundo silencio, y yo pude casi hasta escuchar, cómo se abría la tierra a nuestros pies, creando un abismo oscuro que nos separaba.

—Es doloroso —se me escapó, y la impotencia se adueñó de mí. No pude reprimir dos lágrimas de rabia.

Yo estaba de pie, y tuve que darme la vuelta para que no me viera, pero era demasiado tarde. Él se levantó y fue hasta mí, sin que yo lo presintiera.

Me hizo volverme, como hacía siempre, tomándome la mano. Lo miré, limpiando rápidamente mis lágrimas.

—¿Puedo al menos besarte? —me preguntó, con cierta ansiedad.

—Es lo peor que puedes hacer —le dije, pero lo hizo.

Sostuvo mi rostro entre sus manos, se inclinó, y me besó en los labios. Todo mi cuerpo tembló cuando sentí el tacto de su boca sobre la mía, y yo, como sanadora, conocedora del lenguaje interno del cuerpo, supe que se despertaba en mí una fuerza desconocida: el deseo carnal.

Nunca había besado, pero eso no importaba. De alguna forma el cuerpo sabe qué hacer, y cuando me pidió permiso con la lengua, se lo permití, entreabriendo mi boca para darle paso. Era incapaz de detenerlo, incapaz. Quería ese beso tanto como él. Era algo tan desconocido, y arrollador al mismo tiempo, que le exigí más.

Me besó con pasión, y mientras nuestras bocas estaban casi devorándose, él me abrazó con sus brazos, y me pegó contra su cuerpo, permitiéndome sentir la fuerza masculina por completo. Sentí su excitación contra mi vientre, mientras yo sentía palpitar mi entrepierna.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora