—Os dejaré solos —dijo Leire, y yo la maldije (cariñosamente) por dejarme sola con él después de lo que seguro había escuchado.
Lo miré, con temor. Leire no había terminado de vestirme, pero que Eder me viera a medio vestir no era algo indecoroso entre la gente más sencilla, como era en aquella isla de piratas, pequeños comerciantes y agricultores, y mucho menos, después de nuestro primerísimo encuentro, cuando tuvo que desvestirme en aquel bote.
Él me miró a los ojos y se acercó hasta mí.
—Vuélvete, preciosa —me pidió.
Obedecí. Echó mi larga cabellera hacia un lado, por encima de mi hombro derecho, y se detuvo. Posó entonces sus dedos sobre la quemadura que me marcaba, que hablaba de mi origen y mi pasado, y que él ya conocía, pero, esa vez, la primera, se aventuraba a tocarla.
Durante unos instantes la acarició y la estudió, en silencio, mientras mi piel se erizaba bajo su suave contacto. Tras esos eternos instantes, mágicos, comenzó a apretar mi corsé, que era en lo que estaba Leire.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, preocupada por esa desacostumbrada seriedad.
—Tu marido está haciendo estragos —anunció, frío—. Está hundiendo naves piratas, quemando puertos que nos son fieles, y colgando a otros tantos. En estos meses ya se cuentan por centenares sus víctimas. Es odiosamente implacable.
—Lo siento... —dije, realmente dolida.
—¿Por qué? No es tu culpa, preciosa —respondió—, es la mía por provocarlo, y la suya por ser incapaz de renunciar a su orgullo. Si solo soltara a Lucas...
—Yo volvería con él...
—La cuestión es que ahora no sé si quiero eso —dijo, entristecido.
Mi corazón saltó en mi pecho.
Sentí entonces su mano acariciarme la nuca, con extrema suavidad. Recorrió con sus dedos la línea de mis hombros y clavícula. Mi vello se erizó bajo ese inesperado e íntimo contacto. Posó su frente sobre mi cabeza, detrás de mí.
Sostuvo mis hombros con sus manos, y suspiró, como si hiciera un inmenso esfuerzo por contenerse, renunciando a algo que le costaba dejar. Me estremecí al sentir esa energía, esas emociones encontradas y reprimidas que yo también sentía. Apretó sus manos contra mis hombros, de rabia, pero sin hacerme daño. Los dos padecíamos una lucha interna titánica.
—Debo embarcarme, aunque los dioses bien saben lo muchísimo que me cuesta esta vez —decía, con su frente sobre mi cabeza—, pero debo detener esto, lo que está creciendo entre nosotros. Yo sé lo que quiero, pero tú estás atada y no puedo provocarte más tortura, más confusión. Has sufrido ya demasiado. —Una lágrima escapó de mis ojos, incontrolable. Sentía las emociones poseyéndome con fuerte estremecimiento—. Tengo que detener la locura que arrastra a tu marido, y que yo he desatado. Ahora sé lo que está sufriendo, porque lo estoy haciendo yo también. Los piratas me reclaman, y con razón. Esta es mi guerra, y ellos están muriendo mientras yo disfruto de tu compañía. ¿Lo entiendes?
—Sí... —dije, con apenas un hilo de voz.
—Volveré en cuanto me sea posible, Adara —me susurró, y sentí el dolor en su pecho, en el mío—. Eres libre de hacer aquí lo que te plazca. Siempre serás mi invitada antes que mi rehén.
—No lo mates... —le supliqué, las lágrimas recorriendo ya mi garganta y mi pecho.
—Ojalá pudiera matarlo, Adara, ojalá —dijo, apretando los dientes, y las manos sobre mis hombros—. Pero no me lo perdonarías.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomanceCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...