XLIII

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La vida es un frágil susurro, un hilo delicado que se estira entre momentos de esplendor y abismos de dolor. En su brevedad, guarda tesoros que iluminan incluso las noches más oscuras: risas compartidas, abrazos cálidos, la simple belleza de un amanecer reflejado en los ojos de quienes amas. Pero también es un torbellino implacable, con giros inesperados que arrebatan el aliento y siembran miedo en el corazón. En esos momentos, cuando la luz parece desvanecerse, nos aferramos a los recuerdos que dan sentido a nuestra existencia: las tardes en familia, el eco de las carcajadas infantiles, la certeza de haber amado y sido amado. Porque en la tragedia, en la incertidumbre de lo efímero, yace la verdadera maravilla de vivir: la capacidad de construir un refugio de amor y esperanza, una fortaleza de memorias que nos sostienen, incluso cuando el mundo parece desmoronarse.







°•☆•°





El dolor era un océano oscuro y sin fondo que lo tragaba entero, un abismo que se abría en el pecho de Charles, robándole el aire y reemplazándolo con un vacío que lo consumía. Sentado en esa fría sala de hospital, con las luces blancas zumbando encima, todo lo demás parecía desvanecerse. Las palabras del médico, las manos de Carlos apretándolo contra su pecho, las suaves palabras que su esposo le susurraba al oído, todo se sentía lejano, distorsionado, como si viniera de otro mundo. Solo una cosa era cierta: su Marie ya no estaba.

Los recuerdos comenzaron a invadirlo, proyectándose con cruel claridad en su mente como un torrente desbordado. La risa de su hija resonó en su cabeza, esa melodía inconfundible que llenaba la casa de vida y alegría. La veía corriendo descalza por la cocina, ignorando sus advertencias, riendo como una niña pequeña aunque ya no lo era. Recordó las noches en las que se sentaban juntos en el sofá, viendo alguna serie absurda que la hacía reír hasta las lágrimas, mientras él se reía solo de verla feliz.

Se le formó un nudo en la garganta al imaginarla de nuevo en el monoplaza, esa concentración en su rostro mientras ajustaba el casco, la forma en que levantaba la mano para saludarlo antes de cada carrera. Siempre la misma sonrisa: brillante, confiada, su orgullo. Esos ojos verdes que eran un espejo de los suyos, llenos de determinación, de sueños, de vida. Y ahora... estaban cerrados para siempre.

El peso de la realidad lo golpeó como un muro. Ya no la volvería a ver bailar por la cocina, ni escucharía su voz dulce llamándolo "papá". Esa palabra, tan simple y poderosa, que solía llenarlo de alegría, ahora lo destrozaba con su ausencia. Charles apretó los puños con fuerza, sintiendo que el dolor le quemaba desde adentro, una parte de su alma arrancada con brutalidad.

Carlos seguía sosteniéndolo, pero Charles apenas podía percibirlo. Todo lo que podía sentir era ese hueco, un vacío interminable donde antes estaba su hija. Intentó aferrarse a los recuerdos, pero incluso esos eran una espada de doble filo, recordándole lo mucho que había perdido. La vida, que tantas veces le había dado momentos de felicidad, ahora lo dejaba con un dolor tan indescriptible que ni siquiera las lágrimas podían aliviarlo. Su pequeña Marie, su bebé, se había ido y con ella, una parte de su propio corazón...













[...]






De repente, un toque en el brazo de Charles lo despertó.

Abrió los ojos lentamente, desorientado. Su respiración era errática y un sudor frío cubría su frente. Tardó un momento en comprender dónde estaba. Vio a Carlos a su lado, ofreciéndole un café.

— ¿Mon ange? Te quedaste dormido.— dijo Carlos con suavidad, mirándolo con preocupación.

Charles parpadeó varias veces, mirando alrededor desorientado. Estaban en la misma sala de espera del hospital, pero algo era diferente. La atmósfera ya no era tan opresiva, aunque el miedo seguía presente.

❝𝐒𝐮𝐬𝐮𝐫𝐫𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐦𝐨𝐫❞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora