VII

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Era una tarde soleada y tranquila en Mónaco, una de esas en que el tiempo parecía detenerse. Marie con apenas cuatro años, estaba en el jardín de su casa corriendo de un lado a otro mientras Carlos y Charles la perseguían, sus risas mezclándose con el murmullo de las olas que se escuchaban a lo lejos. Jugaban a las escondidas, aunque Marie siempre acababa escondiéndose en el mismo lugar detrás de una maceta gigante, creyendo que era el escondite más astuto del mundo. Carlos fingía no verla cada vez, caminando por el jardín y diciendo en voz alta:

— ¿Dónde estará Marie? ¡No la encuentro!

Ella se cubría la boca con las manos para no reírse, pero sus risas escapaban igual, y Carlos se daba la vuelta con una sonrisa.

— ¡Ahí estás!.— decía, levantándola en brazos mientras ella gritaba y reía.

Charles se acercaba a ellos con una sonrisa dulce y juntos la acurrucaban, llenándola de cosquillas hasta que ella suplicaba entre risas:

— ¡Papás, ya, ya! ¡Me rindo!

Luego de un rato, los tres se acomodaron en una manta sobre el césped mirando las nubes. Marie curiosa como siempre, se giró hacia Charles, su papá con quien compartía la misma calma y dulzura. Con voz suave, le hizo una pregunta que de vez en cuando rondaba en su pequeña cabeza.

— Papá Char... ¿cómo llegué a ustedes? ¿Por qué soy su hija?

Charles y Carlos intercambiaron una mirada, con esa complicidad que compartían desde que se conocieron. Sabían que tarde o temprano Marie tendría esas preguntas y siempre habían acordado responderle con la verdad, pero de una forma que le mostrara lo amada y deseada que había sido desde el principio.

Charles la tomó de la mano y la acercó más a él, acariciándole suavemente el cabello.

— Es una historia muy especial, cariño.— comenzó a decir con ternura.— ¿Te cuento cómo fue?

Marie asintió, con esos ojos enormes llenos de curiosidad. Carlos, a su lado, también estaba atento y le sonrió con esa calidez que siempre le hacía sentirse segura.

— Hace mucho, tu papá Carlos y yo fuimos a un lugar muy especial, un lugar lleno de pequeños niños que buscaban a sus papás. Ese día, cuando entramos y vimos muchas cunas... tú estabas ahí, en una de ellas, dormidita y muy tranquila.— le explicó Charles, recordando cada detalle de ese momento.— Y cuando te vimos... bueno, algo en nuestros corazones nos dijo que tú eras nuestra hija.

Carlos intervino, su voz cálida y suave:

— Nos acercamos despacito, sin querer despertarte. Y cuando te vimos, supimos que todo lo que habíamos soñado como familia estaba justo ahí, contigo. Nos enamoramos de ti al instante, Marie. Sabíamos, aunque tal vez no entendíamos cómo, que tú eras nuestra pequeña. La hija que estábamos esperando.

Marie escuchaba atenta, sus ojitos brillando con emoción. Había algo en esas palabras que la hacía sentirse llena, como si una pieza que no comprendía del todo encajara de repente.

— Entonces... ¿yo no estaba en tu pancita?.— preguntó con inocencia, mirándolos a ambos, mientras señalaba el estómago de Charles.

Ambos adultos rieron con dulzura, y Charles le respondió:

— No cariño, no estuviste en mi pancita o en la de Calos, pero estuviste en nuestros corazones desde siempre. Como si fueras un tesoro que habíamos estado buscando. Y al verte, supimos que no importaba de dónde vinieras o cómo llegaras a nosotros. Nos bastó con mirarte una vez para saber que tú eras nuestra hija y que queríamos darte todo el amor del mundo.

❝𝐒𝐮𝐬𝐮𝐫𝐫𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐦𝐨𝐫❞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora