Capitulo 36

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Nos quedamos tumbados en el césped por tanto rato que ya no siento mi espalda por el frío que me atraviesa la columna vertebral. Le digo a Diego y me invita un café. Asiento con la cabeza y me levanta del suelo. Me sacude los residuos de nieve derretida de mi chaqueta y me toma de la mano para caminar fuera del barrio de Lodo.

—¿Y qué ha pasado con las juntas? —digo rompiendo el silencio. El viento fustiga los árboles con fuerza, haciendo que se doblen y las hojas se vuelen de las ramas. Sus dedos envuelven más los míos cuando una fuerte brisa alborota mi cabello.

—No lo sé, no he ido —susurra con culpabilidad—. No tengo tiempo.

—¿Por qué?

Toma una gran bocanda de aire y exhala con un pesado suspiro. Se pasa la lengua por los labios y yo lo miro fijamente, esperando su contestación.

—Porque siento que ya no necesito ir, Martina. Simplemente... ya no tengo problemas que solucionar. Estoy bien.

Lentamente sus ojos se humedecen y me entra el pánico que llorará. Pero no lo hace. Sólo se digna a seguir caminando, perdido en sus pensamientos, con la mirada desorientada en un punto vago del suelo. No me atrevo a hablar del asunto hasta que entramos a un gran Café, donde me recibe un cálido ambiente que me hace sentir alivio.

Nos sentamos en una mesa arrinconada, teniendo toda la vista del transparente ventanal que muestra como la nieve con lentitud se deshace por las calles, teñiéndolas de un fuerte blanco y tapando algunos parabrisas de los autos que se han estacionado cerca de las veredas. Una chica bajita y delgada nos atiende, clavando sus grandes ojos verdes en Diego. La miro con indiferencia.

—¿Qué desean? —pregunta hacía Diego. Eh, chica, yo también estoy aquí.

—Un café cargado con un pastelillo de chocolate, por favor. ¿Tú, princesa?

La chica incrusta su amarga mirada en mí, tratando de no rodarme los ojos. Estoy apunto de sonreírle con burla, pero no lo hago a causa de la mano de Diego que me apreta la rodilla por debajo de la mesa.

—Un capuchino, nada más —digo entre dientes.

Se marcha meneando sus caderas de un lado a otro y Diego se ríe, soltando mi rodilla y cruzando sus manos sobre la mesa.

—¿Estabas celosa?

—No. —respondo de inmediato—. Sólo que encontré bastante irrespetuoso que yo esté aquí contigo y ella comienze a coquetearte.

—No me estaba coqueteando, estaba pidiendo nuestra orden.

—Entonces definitivamente no sabes cuales son las técnicas de coqueteo de una chica cuando ve un chico que es atractivo.

Levanta las cejas, estirando sus brazos y pasándolos detrás de su cuello. Se ve tan lindo con su cabello desordenado, su gran sonrisa y ese jersey negro algo grande para él.

—¿Me estás diciendo que soy atractivo?

—Sí, eres atractivo para la camarera. Por lo que se vio hace unos minutos —me encojo de hombros y escondo una sonrisa.

—¿Entonces soy feo para ti? —se ve herido pero el astuto brillo que inunda sus ojos lo delata terriblemente.

—No, no eres feo para mí. ¿Y tú cómo me encuentras? —me gusta cuando Diego se abre más a una conversación más profunda, bromista y llena de indirectas. También algo que abre varias puertas para tener más esperanzas de tener algo con él.

—Pienso que para el chico que está en la mesa de al lado te encuentra bastante... sexy, por así decirlo —musita y yo rompo a reír. Me cruzo de brazos.

—No hablo del chico de al lado —mis carcajadas se desvanecen—. Hablo de ti.

—Eres perfecta para mí, si soy sincero —me mira con sus ojos mieles ardiendo.

Una ola de color cubre mis mejillas y doy las gracias a la camarera por traer nuestro pedido justo en ese momento. Coloca las dos tazas en la mesa y el pastelillo de Diego a su lado. Antes de irse, le da el último vistazo a mi acompañante.

—Te volvió a mirar —murmuro antes de llevar la taza a mis labios. Él maldito muerde su pastelillo y quedo fascinada en como su boca se mueve al morder el chocolate. Sacudo la cabeza.

—No me interesa —me contesta cuando traga.

—Me alegra escuchar eso. —él ríe—. Oye y... ¿cuáles eran tus problemas para que fueras a esas juntas? Siento si te incomoda, pero realmente quiero saber.

Me sorprende lo directa que soy algunas veces. Diego da un sorbo a su café y se aclara la garganta. Ve fijamente sus manos, como sí la respuesta correcta estuviera escondida en las líneas de sus palmas. Su boca se seca y vuelvo a tomar un poco de mi capuchino.

—No me gustaría hablar de eso ahora, Martina—dice con dolor escondido. Siento que los músculos de mi estómago se contraen—. Sólo te diré que...

Se queda callado, mirando su taza a medias. No le gusta hablar de este tema, para nada. Está incómodo, fastidiado y sentimental. Me siento culpable por sacar de nuevo el asuento.

—No sé porque siento te alejarás de mí, sí te lo digo.

—¿Por qué? —arrugo mi frente.

—Antes sufría de depresión, Martina. Tenía varios problemas conmigo mismo y me odiaba por eso. Comencé con problemas de control de ira. En mi vida he ido a cientos de psicológos y unos cuantos psiquiátras que me recetaban pastillas para la ansiedad y para la déficit atencional —se queda sin aliento, pero continúa—. La separación de mis padres también me afectó. Era agresivo y no... tenía afecto. Mi mamá después entendió lo que me estaba pasando cuando encontró un bisturí con sangre seca en la mochila.

Abrazos Gratis |Dietini|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora