Capitulo 47

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  Sus palabras me dan vueltas en la cabeza, rompiendo cada fibra de enojo dentro de mí. Mi ceño se relaja, mis músculos ya no están contraídos y mi rostro se suaviza. ¿Por qué él es capaz de hacerme cambiar de estado de ánimo tan rápido? Sitúo mi índice en mi sien izquierda y froto, como sí por arte de magia la jaqueca que estoy teniendo ahora fuera a desaparecer con ese breve toque.

—No te estreses. —murmura acercándose a mí—. Te entiendo y sé que es mi culpa de todos modos. Perdón por avergonzarte ayer.

—No me avergonzaste. Me dolió que hayas tomado alcohol por mí. El alcohol hace mal, Diego. Soy muy delicada con esas cosas...

Me interrumpe capturando mis labios entre los suyos. Me gusta besar a Diego en los momentos que estamos discutiendo, es la única forma en la que... no lo sé, se me despeja la mente. Puedo pensar aún mejor. Tengo más claridad de las cosas.

Mientras su boca encierra mi labio inferior y lo muerde suavemente, una gota de agua salada me moja la mejilla. Pero no es mía. Es de él. Y eso es lo que falta para que mi corazón se vuelva a romper en mil pedazos. Una de las cosas que más odio y me duelen en la vida es ver llorar a Diego. En cómo sus ojos toman un color más rojizo, sus mejillas enrojecidas, porque a Diego no le gusta llorar. Cree que lo hace ver débil. Pero entiendo que no se aguanta y el llanto es la única escapatoria de poder sacarse todo ese peso del pecho.

—No, no llores —le susurro al oído y siento como se estremece. No escucho sollozos, simplemente más lágrimas ruedan por su cara una por una, en silencio.

—Perdóname —dice sin aliento, ahogándose con las incontables palabras que tiene atoradas en su garganta. Pero está bien, sabe que me enojo rápido y no quiero más peleas por hoy.

—Te quiero —digo. Y esta es la primera vez que siento que en mi pecho se presiona hacia adentro cuando lo digo. ¿Qué quiere decir?

Él se queda mudo. Se limpia la cara con las mangas de su chaleco y me abraza. Me escondo en su cuello y respiro el perfume que desprende de su piel. Planto un tierno beso en donde está su tráquea y otro en su mejilla. Le dedico una media sonrisa y él me toma de la mano.

Lodo ya ha bajado las escaleras y estamos en el auto de Paolo en camino a la clínica. Ahora no me quedaré más en la casa de mi mejor amiga, por supuesto, pues volveré a mi hogar junto a mi mamá, mi padrastro y Cande. Raramente sé que no me dolerá ni tampoco me sentiré extraña al estar en mi casa, pues estoy acostumbrada a mudarme y para mí las casas no significan mucho, pues nunca le he tomado cariño a una para poder complementar mi espacio propio y tampoco me siento segura en mi habitación privada. Me da lo mismo —y me imagino que así será siempre.

—Por favor bajen con cuidado del auto, yo iré a buscar estacionamiento y a acomodar un poco las cosas para que quepan Robin, tu mamá y la pequeña. Colóquense las capuchas para que la lluvia no les moje la cabeza —nos advierte Paolo cuando ya estamos todos en medio de la calle. En menos de un segundo, una larga fila de autos está tocando sus bocinas.

Ruedo los ojos a su impaciencia.

—Hija, cualquier cosa, llámame. —agrega Paolo refiriéndose a Lodo y desaparece por la Avenida para bajar al estacionamiento subterráneo.

Nosotros nos apresuramos en entrar a la clínica ya que mi mejor amiga no dejó de chillar diciendo que se había echado un nuevo tratamiento para el cabello y que con la humedad se esponja y le da frizz. Limpio mis zapatillas en el felpudo y los tres nos dirigimos al pasillo que se encuentra la oficina del doctor, en el quinto piso. Tenemos que subir las escaleras porque por desgracia el elevador estaba fuera de servicio. La única que se quejó fue Lodo, ya que estaba con tacones.

Cuando estamos dentro de la acogedora oficina que tiene un singular olor a limón, sentados en unas sillas cómodas de color gris, la puerta a nuestras espaldas se desliza hacia adentro, dejando entrar al doctor... Me fijo en su delantal blanco en la parte izquierda, donde en pequeñas letras cursivas se lee Billy Widermann. Es alto, muy delgado, con un cabello cobre algo desordenado y puede representar unos treinta y cinco años.

Los ojos azules del señor Widermann se incrustan en los míos y me regala una sonrisa tranquilizadora. Me transmite en su mirada que todo estará bien. Evito pestañar porque tengo los ojos llenos de lágrimas que en cualquier minuto serán derramadas y eso es lo que menos quiero.

—Buenos días, señorita Stoessel y compañía. ¿Lodo se llamaba usted...? —dice apuntando a la morocha. Ella asiente con la cabeza con las mejillas sonrojadas. Ahogo una carcajada—. ¿Y usted?

—Diego —responde con una sonrisa cortés. No es una sonrisa amable como las típicas de Diego y eso me da algo raro en el estómago.  

Abrazos Gratis |Dietini|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora