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—¡Dios mío! —gimió la desventurada apretándose la manos de angustia, parada frente a la casa de la modista, con el eco del portazo que le resonaba aún en los oídos—. ¿Por qué ha de ser tan desalentador el primer paso que doy en la vida? ¿Será que mi desdicha me ha marcado como indeseable? ¿Acaso aprecia la gente sólo a quienes tienen algo que valga la pena quitarles? ¿O quizá serán estas primeras experiencias una parte de la prueba divina a que estoy sometida para demostrar mi obediencia los designios de Dios?

Al pensar en su creador, Justina recordó que aún no había hecho su visita a la iglesia. Entonces, atravesó la ciudad de prisa para ir a la parroquia familiar donde, después de pronunciar una corta oración ante el altar mayor de la iglesia, se presentó en la rectoria y solicitó audiencia del párroco.

La bella joven llevaba un vestido blanco sencillo de manga corta. Sus lindos cabellos estaban recogidos con espero bajo su gorrito, y sus senos pequeños —cuyo desarrollo apenas empezaba— tenían un toque mayor de inocencia por los múltiples pliegues de gasa que los cubrían. Sin embargo, si el joven clérigo de rostro serio que le abrió la puerta fue capaz de observar tan tierna belleza, logró disimular su entusiasmo a la perfección.

—¿Qué es esto? —gritó el joven sacerdote, jalando con fuerza una de las mangas del vestido de Justina—. ¿Brazos desnudos? ¿En la casa del señor? ¡Eres una blasfemia!

—¡Oh, por favor, padre! —sollozó la pobre muchacha mientras dos grandes lágrimas le resbalaban con tristeza por las mejillas pálidas—. Mire el estado en que  estoy. Acabo de perder a mis padres.
—Sí —exclamó el clérigo— y también las mangas, por lo que veo. Señorita ¡ésta es la casa del Señor! ¡La CASA del SEÑOR!
—Le suplico, padre —insistió ella—, mis padres han muerto... El cielo los ha llamado... se los ha llevado lejos de mí cuando más los necesitaba...

—Pero ¿no entiendes, insolente golfilla? —dijo con voz chillona el sacerdote—. No me importa quién llamó a quién cuando alguien lo necesitaba; tú no puedes entrar en la rectoria con los... brazos... desnudos... —hizo una pausa para tragar saliva— ...¡EXPUESTOS!
Era tal el ruido, que el párroco, sentado en su escritorio, donde hojeaba un libro de dibujos eróticos, tratando de discernir su sus características sexuales eran suficientes para justificar que se les condenara el siguiente domingo desde el púlpito, se asomó a ver qué pasaba. Al notar el encanto del bello rostro, pálido y bañado en lágrimas, de Justina —por no decir algo de la exhibición del blanco nacarado de sus bien torneadas y atractivas piernas (porque, al retroceder bajo el empuje dela última andanada verbal del sacerdote joven, el bajo del vestido de la tierna joven se había subido arriba de la rodilla)— el sacerdote anciano se sintió lleno de compasión. Despachando a su arrebatado y joven suborninado, tomó de la mano a Justina y la llevó hacia su escritorio privado, donde le dijo:

—No tomes en cuenta al padre Tropard, querida mía, padece de una impetuosidad muy común entre los jóvenes que renuncian a los placeres de la carne, para someterse, de lleno, a lo mandatos del que es dueño de todos nosotros. —Entonces, tomando el hermoso rostro de la niña entre las manos arrugadas, el cura amable le preguntó con dulzura: —Dime¿cuál es tu aflicción?

—Mis padres... han muerto... llamados al cielo cuando más falta me hacían... —expresó brevemente Justina, y de nuevo grandes lágrimas de pena corrieron desde sus hermosos ojos azules.
—Vamos —le dijo cariñosamente el sacerdote—, el llorar no va a resolver nada ¿verdad? —Y como la triste niña sorbía con la nariz y asentía, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la sotana y le enjugó sus lágrimas.

Cuando Justina dejó de llorar, el sacerdote la tomó sobre su regazo, y al hacerlo —sin querer, por supuesto— el vestido se le levantó otra vez más arriba de las rodillas llenas de hoyuelos, mostrando la carne tersa de sus lindos muslos juveniles. Completamente fuera de sí y apartando sus impulsos compasivos, el anciano se quedó con la boca abierta, y sus ojos se esforzaron por ver más allá del borde levantado del vestido.

Justina, demasiado ensimismada en el dolor para darse cuenta del trastorno que había causado —y tan ingenua que no sospechaba acerca de los motivos del sacerdote amable— se sorprendió al escuchar el ruido agudo y jadeante  que salió de sus labios. Como era todavía joven y confiada, pensó que aquella exclamación era una expresión de simpatía por su estado evidente de abandono y, conmovida, trató de calmarlo pasando sus blancas y delicadas manos por la barba que le cubría las mejillas.

—Padre —dijo con voz cariñosa—, me conmueve esa muestra repentina de simpatía, pero por favor, trate de controlarse. Ahora que ha secado mis lágrimas, se renueva mi dolor al ver como lo estoy haciendo padecer. —Y al decirlo le ofreció de nuevo su propio pañuelo, mojado con su llanto.

El clérigo se sintió entonces cautivado por un verdadero frenesí de confusión y deseo, que la suave presión de la mano de Justina en su mejilla sólo servía para exacerbar. Sin hacer caso del ofrecimiento dulce del pañuelo, intentó controlar su lujuria esbozando la señal de la cruz rápidamente sobre el pecho. Ese movimiento obligó a Justina a cambiar de posición en su regazo, y el movimiento provocativo de las tiernas nalgas aumentó más las ardientes pasiones que él sentía.

Al llegar a este punto, el lugar se vio perturbado por unos fuertes golpes dados en la puerta, acompañados por la estruendosa voz del joven padre Tropard. Era tan gruesa la madera de la puerta que no se escuchaban bien sus palabras; pero los golpes seguían resonando, y Justina, al recordar su primer encuentro con el sacerdote joven e impetuoso, comenzó a moverse llena de preocupación. Esa agitación provocó que su vestido se levantara todavía más, dejando casi por completo visibles los hermosos muslos blancos; el sacerdote, ya sin poder contenerse, la acostó con brusquedad e introdujo con rapidez la cabeza entre las piernas de ella.

—¡Santo cielo! —gritó la niña asustada, dándose cuenta de la naturaleza carnal de aquel interés—. Por Dios ¿qué está haciendo?
El sacerdote cobarde no contestó, asió con fuerza las caderas de la niña que lo rechazaba con todas sus fuerzas y gruñendo como un animal, siguió adelante con su propósito. No obstante, sólo pudo disponer de un momento para explorar, pues de nueva cuenta se oyó la voz del padre Tropard, y entonces el mensaje resultó bastante claro: había llegado sin avisar un enviado del señor obispo, y exigía ver al párroco de inmediato. Justina aprovechó esa oportunidad: Se soltó del abrazo del cura y echó a correr hacia la puerta... en el mismo instante en que la abría Tropard. 
Entonces cuando la niña asustada pasaba al lado del joven sacerdote, el párroco se levantó tambaleante, y corrió tras ella con el puño en alto.

—¡Fuera! ¡Ala calle, malvada! —vociferó—. ¡No manches más este recinto! —Y como la expresión en la cara del joven padre Tropard detonaba que el encuentro con Justina no le había pasado inadvertido, agregó: — ¡Intentar seducir a un santo varón en la propia casa de Dios! ¡Debería darte vergüenza!
La pobre y desvergonzada niña, dos veces humillada en sus intentos por encontrar un santuario donde protegerse de los embates de la vida, saló corriendo de la rectoría y no se detuvo hasta que sus piernas fatigadas se negaron a sostenerla. Luego, después de haber descansado un momento, caminó cojeando hacia una casa de huéspedes barata, donde alquiló un pequeño cuarto con los doce luises que le quedaban.

—¡Oh, cielos! —suspiró la niña desesperada, hincada al pie de la cama, después de decir su oración de la noche—. ¿Qué debe hacer una muchacha para salir adelante en este mundo perverso? ¿Nadie puede ofrecer bondad? ¿No encontraré piedad en las personas?

Y considerando de esa manera las adversidades del destino, se acostó sobre la cama y dio rienda suelta a sus penas dejando brotar un llanto copioso.


JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora