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Transcurrieron dos años en la casa del depravado Harpin. La hermosa Justina, con las fuerzas debilitadas por la cantidad interminable de quehaceres, y la mente extraviada por el régimen del hambre al que la sometían en la casa del avaro, en algunas ocasiones se preguntaba si no hubiera sido mejor abandonarse a su destino en las calles. A pesar de todo perseveraba en su trabajo —y en sus oraciones— y, aunque su vida estaba llena de sufrimientos, también tenía un poco de alegría.
Algo que la alegraba era la satisfacción que obtenía de la convicción de que sus oraciones y sacrificios además de proporcionarle recompensas espirituales que disfrutaría en el más allá, también ayudaría a Harpin en su lucha contra el demonio que lo poseía. En las semanas y meses que siguieron a aquellos acontecimientos del primer día, el malvado viejo fue mostrando cada día menos interés por sus pies. Durante los veinticuatro meses que duró en su empleo, sólo en dos ocasiones se repitieron, o sea veintinueve menos que durante el primer mes. Esa mejoría en el estado de él, pensaba Justina, sólo podía ser el resultado de la sincera devoción que ella mostraba por la bondad y la virtud.

Pero aunque Harpin mejoró respecto al sexto mandamiento, empeoró en lo que se refiere al séptimo. Conforme el tiempo pasaba, la cantidad y el montón de sus robos fue creciendo, y también la temeridad con que los realizaba. De pronto, las cosas llegaron a tal punto que hata intentó conseguir la ayuda de Justina en sus fechorías.

—Mi querida niña —le dijo un día— ¿por qué vas a seguir soportando pobrezas mientras el mundo a tu alrededor se enriquece? Robar es fácil, es provechoso, y si se realiza con la compañía adecuada, hasta puede ser divertido.
—Pero —respondió ella— también es pecado, señor Harpin; por eso no importa que me pinte el panorama tan agradable, no me hará aceptar.

—¿Pecado? —dijo entre risas el malvado viejo—. ¡Qué tontería! Sólo es una manera de restablecer el equilibrio trastornado por nuestros antecesores. Piensa en lo siguiente: ¿no nacieron los hijos de Adán y Eva iguales en todos los aspectos? Entonces ¿por qué algunos de ellos —o de sus hijos— han obtenido una parte desproporcionada de la riqueza? Porque la han robado, claro está; porque la han tomado de sus hermanos y hermanas, perjudicándolos. 

—Pero —protestó la hermosa Justina—, el fin jamás puede justificar los medios. Aunque los que obtuvieron en un principio la riqueza la hayan robado a nuestros antecesores, eso no nos da licencia para robarla otra vez. 

—Están muy equivocada —dijo sonriendo y en tono de convencimiento el malvado Harpin—. Los bienes de la naturaleza fueron creados por Dios para toda la humanidad. Si ese equilibrio natural se ha desbalanceado —y en verdad, así ha sido— no sólo tenemos el derecho de restablecerlo... sino que es nuestra obligación. Además, hubo una época en Grecia en la que el robo fue reconocido como acción noble, y en otras civilizaciones se ha premiado a los ladrones por su habilidad y valentía, que son dos virtudes necesarias en una nación poderosa.

—No, señor —dijo decidida Justina—, no y mil veces no. No le permitiré corromperme.

—Está muy bien —dijo entonces Harpin, y sus ojos lanzaron otra vez aquel extraño destello que acompañaba siempre los ataques contra sus pies. Pero esta ocasión no le miraba lo pies—. Veremos lo que sucede ahora —y, al decirlo, salió del cuarto.

Esa misma noche, algunos minutos después de que la muchacha, cansada de tanto trabajar, había caído en un profundo y apacible sueño, la despertaron fuertes golpes dados en la puerta. Se oyeron voces, y pareció que temblaba la tierra cuando la puerta se abrió con brusquedad y Harpin entró en la habitación, acompañado por cuatro policías. 

—¡Esa es la muchacha! —dijo el malvado viejo a los hombres de la ley—. Es la granuja que me robó los diamantes. Estoy seguro de que los encontraréis en este cuarto. Ahora cumplid vuestras obligación y arrestadla.

—¡Qué yo robé sus diamantes! —musitó la joven con voz apagada—. Pero señor, debe saber mejor que nadie que estoy contra el robo. Recuerde, por favor, lo que platicamos esta tarde.
—No la escuchen —dijo Harpin a los policías—. Todas estas ladronas juran que no hicieron nada. Registren las habitación, estoy seguro de que encontrarán los diamantes.

Y así fue, en realidad; los encontraron escondidos ¡quién lo iba a pensar!, en un zapatito de la hermosa joven.

—¡Tenga piedad, señor! —gritó Justina a Harpin cuando los policías la sacaban de la cama—. Piense en las bondades que he tenido para con usted.

Pero el viejo depravado no estaba dispuesto a dejarse convencer por ruegos. En verdad, mientras los policías se la llevaban, el malvado estaba sentado en su sala sonriendo, con el brazo alrededor de los hombros de una joven sirvienta que tenía pocos días de haber entrado a trabajar.
—Por favor, señor Harpin —suplicó Justina antes de que la sacaran por la puerta principal—. ¡Se lo suplico!

Pero nada le respondió; lo último que vio, antes de que la puerta se cerrara bruscamente tras ella, fue a Harpin que acercaba el pie de la sirvienta nueva a su rostro...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora