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Un día, todos los que vivían en el castillo se sorprendieron al saber que Rolando ya no estaba ahí. Cómo tenía acumulado, gracias a sus actividades ílicitas, más dinero del que podría gastar si viviera dos veces, había tomado el camino a Italia, donde pensaba retirarse a una vida de comodidad material y de depravaciones sin límite. 

Su sucesor era un criminal de nombre Dalville, tan amable y bondadoso, que nunca deseaba contemplar los sufrimientos de sus semejantes. Dejando libre al grupo de muchachas que Rolando tenía destinadas a hacer girar la rueda, declaró: 

—De hoy en adelante se utilizarán animales para esa labor; nuestra vida de falsificadores es suficiente ofensa al Dios Todopoderoso para que tengamos que ofenderlo también con el pecado del sufrimiento humano. 

Luego ordenó al cocinero que reorganizara la cocina para que las prisioneras recibieran los mismos alimentos que los bandidos, y la cantidad necesaria para que nadie se levantara de la mesa con hambre, a menos que así lo quisiera. 

Así pasaron dos meses. Entonces Dalville recibió un mensaje de que Rolando había llegado sin novedad a Venecia, y en seguida se lo comunicó a Justina y sus compañeras. En realidad, no sólo se había colocado en un plan de comodidad total como lo deseaba, sino que estaba realizando experimentos nuevos de depravación. En resumen, estaba completamente complacido.

Pero el buen ladrón, Dalville, no iba a gozar de tan buena suerte. Al día siguiente de la llegada del mensaje de rolando, un destacamento de soldados invadió el castillo. Se tendieron puentes sobre los fosos, derribaron los portones, y todos los moradores —prisioneras y ladrones— fueron arrestados.

—¡Oh, Dios mío! —suspiró Justina mientras las obligaban a ella y a sus compañeras a subir a carruajes que las llevarían a Grenoble—. Éste es el resultado de diez años de luchas por permanecer virtuosa: torturada, agobiada, mancillada y atormentada, estoy de nueva cuenta en el camino del cadalso. ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde quedó la compasión? ¿Dónde está Dios? —Pero acongojada en seguida por su culpa al haber permitido que entraran a su mente tales pensamientos de desesperación, rezó con fervor—: ¡Haz de mí lo que quieras, Señor!. Mi destino, mi vida, yo toda... dispón de todo si esa es tu voluntad...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora