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Esa misma noche, mientras dormía el juez Dubreuil, madame Dubois lo degolló. A la mañana siguiente, cuando llegó la policía a investigar, Justina se encontraba entre las primeras detenidas por sospechosas. 

—Un momento, caballero —dijo la Dubois al oficial de policía—. Como amante del difunto juez Dubreuil estoy en condiciones de atestiguar que apreciaba muchísimo a esta joven. Estoy segurísima de que no pudo haber cometido ella este crimen. Hace unos días la sentenciaron como cómplice de falsificadores. No lo niego, pero sin duda estarán de acuerdo con que existe mucha diferencia entre falsificar y cometer un asesinato perverso. 

>>Como es fácil comprenderlo el carácter que se necesita para cometer un crimen no se forma de la noche a la mañana. Por esa razón nuestras leyes, en su sabiduría infinita, marcan con un hierro candente el hombro de cualquier culpable de asesinato; la prueba de su crimen lo acompaña, y es conocida de todo el que se toma la molestia de investigarlo. 

>>Entonces, se los ruego, contemplen el hermoso cuerpo de esta pobre muchacha. Retiren su blusa y busquen una señal. Si la encuentran, estaré dispuesta a denunciarla y entregárselas. Pero si no la hay, permítanme, a nombre del hombre asesinado a quien tanto amé, que la proteja y la defienda.
¡Así era la astucia diabólica de la perversa Dubois! Al pretender defender a Justina cuando sólo se sospechaba de ella, quiso estar segura de que nadie, —lo que se dice nadie— aceptara jamás sus protestas legítimas de inocencia después de que la hubieras arrestado.

—No se tome la molestia de revisarme, caballero —dijo Justina, resignándose a lo inevitable—. Madame sabe muy bien que tengo esa marca, pues me fue impuesta por las manos de un cirujano loco hace casi cinco años, en los bosques cerca de París. Si esto se llama justicia, entonces me condenarán; aquí tiene mis manos, encadénelas, porque soy su prisionera. 

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora