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Al cabo de dos días, completamente restablecida, Justina comenzó a trabajar con madame de Gernande.

La condesa era una mujer bella; no había cumplido aún los veinte años de edad, pero estaba dotada de la figura más majestuosa que se pueda imaginar: pechos altos y orgullosos, una cintura tan delgada como la de una avispa, y un par de nalgas tan bellamente redondas y regordetas, que parecían un sueño. También tenía una cara que podía haberle prestado la propia diosa del amor: nariz recta y de forma delicada, hermosos ojos de color aceituna y una barbilla perfectamente ovalada. A Justina no le sorprendió que el conde de Gernande la encontrara atractiva; lo asombroso -mejor dicho, lo increíble- era que el patán odioso pudiera atreverse a infligir el menor dolor a una persona tan hermosa.

-¡Oh, Justina! -dijo con tristeza la joven bella-. Te doy la bienvenida, pero con el corazón afligido, porque tengo miedo de que mi debilidad -resultado de sufrir una sangría cada cuatro días- convierta tu servicio en una labor muy fatigosa.

-No me importa lo penosa que sea -repuso Justina, prendándose en seguida de la hermosa condesa-. Lo único que siento es tener que mirar a una mujer tan hermosa víctima de la maldad.

-Entonces pronto no tendrás que sentirlo, querida; he rezado con devoción pidiendo la muerte, y la debilidad que se ha apoderado de mí ahora me hace pensar que el día está cerca; muy pronto me encontraré en brazos de mi padre celestial, y allí sentiré el consuelo que no he podido encontrar en este mundo.

Al escuchar esto Justina sintió que el corazón se le partía. Se prometió dar la vida cien veces antes que abandonar a la hermosa madame de Gernande a la merced de su marido despreciable. Después tuvo más razones para reforzar su decisión, pues fue testigo de una de las sesiones horrendas de sangría de la condesa.

Esa misma noche, al terminar la cena, se realizó la sesión. Justina, madame de Gernande y los dos afeminados, fueron llevados por el hombre de la pata de palo al laboratorio; allí estuvieron esperando hasta que el conde, resplandeciente en una bata de seda roja que llegaba hasta el suelo, hizo acto de presencia. Cuando llegó, madame de Gernande, ataviada nada más con un vestido de gasa casi transparente y muy suelto, cayó reverente de rodillas. El conde, con la nariz orgullosamente levantada hacia arriba, aceptó la acción con una orden seca: "descansen", y se sentó en su sillón preferido.

Luego, Gernande dio la orden, y el hombre de la pata de palo rasgó el vestido de la condesa. Entonces, condujeron a la desdichada mujer, desnuda, al sillón de Gernande quien la agarró de las caderas y comenzó a besarle y morderle las nalgas.

-Ahora sepáralas, mi amor -le dijo. Y al instante metió la cara en la fisura, chasqueando la lengua mientras lamía y cubría de besos el dulce altar de Sodoma.

Después de que acabó el espectáculo obsceno, el pata de palo llevó a la condesa hasta el aparato de sangrar. Mientras tanto, los dos afeminados, totalmente desnudos, se hincaron entre las piernas de Gernande y se dedicaron a él por turnos, besándole y mordiéndole los muslos, y chupándole el miembro.

En ese momento Justina se dio cuenta de que Gernande, por muy degenerado que fuera, tenía el miembro más pequeño que ella hubiera visto jamás: un órgano que, por su modesto tamaño de cacahuate, era un insulto a la especie. Pero aún, era tal su torpeza, que ni los mayores esfuerzos de los dos afeminados pudieron provocar que levantara su pequeña cabeza; colgaba sin vida, como si todos los esfuerzos de los activos afeminados fueran inútiles. Finalmente el conde abandonó la tarea, y empujando a los maricones hacia el aparato para sangrar, los incitó para que torturaran a la condesa; así lo hicieron con cachetadas, puñetazos y blasfemias... y mientras más la humillaban, más satisfecho se veía el conde.

Al cansarse al fin del procedimiento, Gernande mandó buscar sus navajas y lancetas. Revisando las correas que sujetaban los brazos de la condesa, le pareció que los nudos estaban muy flojos, y los apretó, explicando que cuanto mayor fuera la presión, más fuerza tendrían los chorros de sangre. Después de esto hundió una navaja en las venas de los brazos; se vio recompensado en seguida con una verdadera fuente de sangre, que contempló con un arrobamiento que no intentaba disimular. Luego, colocándose directamente frente a ella para tener la visión sin obstrucción alguna de los dos géisers, ordenó a Justina que se arrodillara entre sus piernas; entonces, mientras ella le chupaba su miembro pequeño, él comenzó a masturbar a los dos afeminados, teniéndolos de pie a cada lado de él.

Justina al darse cuenta de que la tortura de la condesa podría ser menor si el conde alcanzaba rápidamente el clímax, empezó a esforzarse con el afán de lograrlo, y aprovechando todos los conocimientos adquiridos durante casi diez años de putería forzosa, se convirtió en puta voluntaria en nombre de la compasión. Y realmente su labor fue un gran éxito, pues momentos después de haberse empeñado en su desagradable tarea, el conde tuvo un orgasmo tal, que Justina, a pesar de sus viajes por todos los caminos de la perdición, no había sido testigo de otro igual. Tambaleándose, gruñendo, agitando los brazos y lanzando alaridos que podían oirse a leguas de distancia, el monstruo ruin casi estalló de placer, y cayó al suelo hecho un ovillo.

Entonces Justina desató los amarres que retenían a madame de Gernande en el aparato de sangrar, y se la llevó a la cama. La desdichada mujer estaba en un estado de debilidad extrema, y apenas podía hablar. Mirándola a los ojos, Justina se sintió invadida de compasión.

-Yo le ayudaré a escapar, señora -susurró decidida-. Yo le ayudaré aunque me cueste la vida...










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