Al abrirse la puerta inmensa de roble en el monasterio se produjo un rechinido, y un anciano portero llevo a Justina hasta una enorme sala, oscura, de techo alto. El piso y las paredes eran de piedra; el aire húmedo, al que sólo calentaban las flamas de dos velas pequeñas estaba lleno de penumbra. Al mirar lo que la rodeaba, la bella joven se sintió invadida por un sentimiento de piedad; en seguida se hincó y comenzó a rezar con la cara levantada.
Al preguntarle el motivo de su visita, Justina le dijo al portero que quería confesar sus pecados. Cuando el portero le recordó que ya era muy tarde, ella contestó:
-Entonces, permita que me arrodille sólo un momento ante la estatua de la virgen milagrosa a quien está dedicada la abadía, y me retiraré reconfortada.
Bastante impresionado por elocuencia tan dulce el portero se fue y después regresó con el propio superior del monasterio.
Éste, llamado padre Severino, era un hombre alto y de una belleza tosca, cuyos rasgos juveniles y físico robusto no mostraban su edad verdadera: cincuenta y cinco años. El acento musical que adornaba sus palabras denotaba su origen italiano, y la gracia de sus movimientos tenía ese estilo que se suele achacar a la raza de libertinos.
-¿En qué podemos servirte, chiquilla? -preguntó con dulzura a Justina.
-Santo varón -contestó ella, hincándose-, siempre he pensado que nunca es demasiado tarde para presentarse ante las puertas de Dios. Vengo desde muy lejos, llena de fervor y devoción, esperando poder confesar mis pecados.
-Mi querida niña -dijo el padre Severino poniendo cariñosamente una mano sobre el hombro de Justina-, aun cuando no acostumbramos recibir creyentes a hora tan tardía, me sentiré muy contento al presentarte el servicio de confesor. Luego veremos cómo podemos acomodarte para que pases la noche en un lugar adecuado. Y por la mañana podrás recibir el cuerpo de Cristo.
Después de haberse expresado de esta manera, el padre Severino la llevó a la iglesia. Se cerraron las puertas y se encendió una lámpara cerca del confesionario. Entonces el eclesiástico de aspecto piadoso ocupó su lugar en el interior, y se inició la confesión.
Totalmente calmada, Justina narró todos sus sufrimientos, empezando con la muerte de sus padres; no olvido ningún detalle ni alteró hecho alguno. El padre Severino, cuya expresión era la viva imagen del interés y la compasión, escuchó muy atento, y algunas veces insistía en que ella repitiera ciertos detalle, en especial los que correspondían a los sucesos eróticos. Pero Justina ni siquiera sospechó la razón de las preguntas del abad; tampoco se dio cuenta de que tenía demasiado cuidado en asegurarse de que ella decía la verdad respecto a tres puntos fundamentales: 1) que era originaria de París y que sus padres habían muerto; 2) que no tenía amigos ni parientes con quienes estuviera en contacto, y a quienes pudiera escribir solicitando ayuda; 3) que sólo la pastora sabía que había ido a ese monasterio.
Al terminar el ritual y habiéndose pronunciado la absolución, el padre Severino la tomó de la mano y la condujo al otro extremo de la iglesia.
-Hija mía -le dijo-, mañana recibirás la eucaristía. Pero por el momento vamos a ocuparnos del asunto de la cena y el alojamiento.
-Pero padre -protestó ella-, no pensara que puedo pasar la noche aquí, en una comunidad de hombres...
-Pero ¿dónde entonces, mi hermosa caminante? -contestó el prior, sonriendo-. Además, la experiencia te servirá, y si nosotros los frailes no llegamos a complacerte, por lo menos tendrás el consuelo de complacernos tú a nosotros.
Sorprendida, Justina se detuvo de repente. El padre Severino la empujó con brusquedad.
-¡Callejera! -le dijo-. Tienes la vergüenza de conceder tus favores a todo lo largo y lo ancho de Francia, y quieres negárselos a unos cuantos servidores aislados en las viñas del Señor. -Y al hablar así la jalo hasta un pasillo oscuro que bajaba en espiral desde la parte trasera del altar mayor hasta los sótanos lóbregos y húmedos de las profundidades del monasterio.
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JUSTINA
Novela JuvenilHABLAR sobre el Marqués de Sade es hablar del lado oscuro que todos tenemos en el inconsciente. Es hablar de una sexualidad "desviada" hacia la perversidad, hacia el placer sensual proporcionado por el dolor ajeno. Al leer sus obras nos encontramo...