7

331 8 0
                                    

Algunos días después de la misa negra llegó un aviso de Roma donde decía que el padre Severino, gracias a los enormes ingresos de su monasterio durante la fiesta de la Inmaculada Concepción, había sido nombrado por el Papa, general de la orden de los Benedictinos, y en seguida se hicieron planes para festejar su despedida. Estarían muy ocupados y todos los que vivían en el monasterio, eligió ese día para tratar de huir de las garras de los sacerdotes malvados.

El invierno estaba terminando, y las noches largas le ofrecían un margen de seguridad más grande. Llevaba dos meses aserrando los barrotes de su ventana (con un par de tijeras viejas que se había encontrado); hizo una cuerda con toallas y sábanas, y mientras los frailes celebraban la cena, se descolgó con cautela por los diez metros peligrosos de distancia que había hasta el suelo. Cuando llegó ahí rodeó el pabellón hasta una parte del foso en la que, según había oído decir a uno de los porteros, había poca profundidad y podía vadearse. Entonces, sosteniendo cuidadosamente sus escasas pertenencias sobre la cabeza, metió los pies en el agua negra y fangosa. 

Mientras avanzaba entre el lodo del foso, la muchacha aterrada sintió de repente la presión de algo áspero y duro que le rodeaba el tobillo. Metió la mano en el agua y sacó el brazo descarnado de un esqueleto. Siguió caminando, y pronto se dio cuenta de que todo el fondo del foso estaba lleno de huesos y, en algunos casos, de cadáveres que todavía no se descomponían por completo.

—¡Dios mío! —exclamó, agarrando una calavera en cuyos orificios quedaban aún trozos de carne apestosa—, este debe ser el lugar en el que los cuerpos de las muchachas son arrojados después de la "graduación". Tal vez sea esta calavera la de mi querida Onfalia, o de alguna de mis amigas que hace poco dejaron de estar al servicio de los frailes. —Tan sólo de imaginarlo se sintió enferma y, por primera vez en la vida, la angustia la acometió—. ¿Para qué seguir adelante? —se preguntó—. Cuando se está tan pobre y abandonada, sería locura tratar de seguir con vida en medio de los monstruos y canallas que habitan en el mundo. ¿No sería mejor que se abriera la tierra y me tragara? 
Pero en cuanto aquellos pensamientos surgieron en su mente intentó borrarlos.

—No —dijo—. No he venido al mundo para abandonar la lucha justo cuando empieza a complicarse. Tengo que perseverar luchando por la causa de la virtud, hasta que el universo se haya librado de villanos y canallas como los que me han estado martirizando. —Y levantando la mirada hacia el cielo, agregó—: Y con la ayuda de Dios he de continuar. 

Sientiéndose fortalecida por su resolución, se lanzó a través del foso, salió del agua en una parte de tierra que había detrás de la iglesia, se deslizó sin que la vieran desde el interior del santo edificio, y al fin llegó a la abominable sala de espera de techo elevado, en la que había entrado un año antes al pisar por primera vez los terrenos del monasterio. La gran puerta de roble estaba entornada. Justina agarró el picaporte y la abrió un poco más utilizando toda la fuerza de su cuerpo pequeño; luego, sin mirar a otra parte, echó a correr hacia la noche... y la libertad. 


JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora