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El sol ya estaba bastante alto en el cielo cuando Justina despertó. Fortalecida por el dulce efecto del sueño se levantó y se limpió el cuerpo con las manos. Apenas había terminado, cuando escuchó voces muy cercanas; con lentitud, dos hombres se acercaron hasta quedar justo al otro lado del matorral.

-Ven, mi amor -dijo uno de ellos, un hombre de apariencia elegante, que podría tener alrededor de veinticuatro años-. Este lugar parece muy seguro. No creo que mi odiosa tía nos descubra aquí.

El otro, un poco más joven, asintió dócilmente y comenzó a quitarse la ropa.
Después, ante la mirada de Justina, representaron el drama más indecente de todos; ese horrible acto que no sólo ofende a la naturaleza, sino también a los convencionalismos sociales; en pocas palabras, el pecado que Dios castigó con los tormentos que inflingió a la ciudad de Sodoma. Casi sin atreverse a respirar por miedo a que la descubrieran, a la infeliz muchacha no le quedó más alternativa que presenciar la obra obscena desde el principio hasta el fin.

El más joven comenzó quitándose los calzones e inclinándose hacia delante, son lo cual dejó a la vista de su compañero el "altar alterno", cuyas alabanzas había entonado Corazón de Hierro con tanto entusiasmo. Entonces el otro hombre -cuyo nombre iba a saber después Justina, el conde de Bressac- comenzó a acariciar las nalgas regordetas del joven. Aquella acción obscena espoleó a ambos contrincantes hasta nuevas alturas de excitación; repentinamente dominado por el deseo, Bressac abrió con violencia su ropa y dejó a la vista un miembro mucho más grande que la monstruosidad con que, días antes, Corazón de Hiero había intentado empalar a Justina.

-Mira lo que tengo para ti, Jasmine -dijo, provocando al joven sodomita-. ¿No te da miedo?

Lejos de asustarse, Jasmine se volteó y abalanzándose sobre el miembro con placer evidente, lo agarró con las dos manos, lo cubrió de besos, y después trató de metérselo todo en la boca. Al ver esta acción Bressac se sintió más excitado aún que su compañero, y acomodando ante él al muchacho, apuntó directamente, avanzó y metió el gigantesco apéndice hasta la empuñadura.

Ése fue el momento en que la licenciosa charada alcanzó su cénit. Ebrios de lujuria, los dos hombres se retorcían jadeando. Jasmine gritaba de dolor, pero parecía disfrutar en verdad cada uno de los instantes; ajustándose al ritmo de su compañero, se erguía para adelante a cada embestida; una pareja normal legalmente unida no podría haber batallado con mayor pasión. Al fin, cuando pasó el momento culminante, sus miembros fueron perdiendo la fuerza, y poco a poco los movimientos de los extraños amantes se calmaron.

Cuando pasó la parodia, Bressac y su amante empezaron a caminar por el sendero que iba hacia fuera del bosque. De pronto, mientras caminaban al lado de los matorrales donde estaba escondida Justina, el conde dejó de caminar.

-¡Jasmine! -silbó entre dientes-, ¡nos han visto! ¡Una muchacha se ha dado cuenta de todo lo que hicimos!

Justina, tan espantada por la presencia de la pareja, como horrorizada por las acciones que acababa de presenciar, salió temblado de entre los matorrales.

-¡Oh, señores! -gimió, poniéndose de rodillas delante de ellos-. Tengan compasión de mí. Mi lamentable condición actual es resultado de mis penas, no de mis errores. Por favor, ayúdenme a evitar los dolores con que el destino me ha martirizado en los últimos días.

-Bressac, cuya insensibilidad normal ante los sufrimientos ajenos crecía por el hecho de que Justina era una mujer, se cruzó de brazos y la observó con un gesto de burla y desdén.

-Hola, putilla -dijo-. Si andas buscando pichones, tendrás que mejorar tu estilo. Jasmine y yo estamos inmunizados contra los atractivos de las que son como tú, y en cuanto a pedirnos caridad, no creemos en eso. Así que, si esperas algo de nosotros, tendrás que inventar algún otro pretexto.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora