Varias semanas más tarde, después de que la corrieron de la casa de huéspedes por no pagar y, por tal motivo, verse en la necesidad de pasar dos noches en las calles sin tener donde abrigarse, la desdichada Justina comenzó a buscar un empleo de sirvienta. Al cabo de varias entrevistas, las cuales terminaron todas bruscamente a causa de su resistencia a dejarse violar vilmente por quienes la entrevistaban, la infortunada niña se enteró de que había una vacante en casa de cierto señor Harpin, conocido usurero que se había hecho rico no sólo cobrando intereses altos por el dinero prestado con garantía a los pobres, sino también robando a los ricos siempre que podía hacerlo sin que se dieran cuenta. Está por demás decir que nuestra Justina se sintió terriblemente angustiada ante la idea de estar al servicio de una persona tan ruin, pero su destino era bastante desgraciado, y no le quedaba otra alternativa que morirse de hambre; por eso, finalmente tocó decidida en la puerta de Harpin y pidió una entrevista.
-Me acabaré las manos trabajando a su servicio señor -sollozó la joven desdichada-. Sólo pido como pago unas cuantas onzas de pan al día, agua, y quizá sopa en alguna ocasión, si me la puede dar. Pero hay algo en lo que estoy resuelta a no cambiar de parecer: No entregaré mi doncellez a nadie y en ningún caso.
Harpin, un individuo de aspecto enfermizo, con nariz aguileña y patillas enredadas, se retorció de risa al oír aquello. Estaba tan contento que por poco se cae de la silla.
-Señor -dijo Justina-, no encuentro ningún chiste en que una mujer se consagre a la virtud de la castidad.-Ja, ja -se carcajeaba Harpin-, no es eso lo que me divierte, sino que todo me parece vano en vista de las circunstancias. Mira, chiquilla, no soy uno de esos viejos lujuriosos que siempre están dispuestos a gozar de la primera muchacha pobre que se les pone enfrente; no; estoy felizmente casado desde hace tiempo y sólo pido favores sexuales a mi propia esposa.
Bastante tranquila, Justina se hincó y llenó de besos las manos arrugadas de Harpin.-¡Oh, que Dios lo bendiga, señor! -exclamó-. Es una dicha muy escasa en este tiempo corrompido encontrar a un hombre que comparta el respeto por la virtud.
-¡Levántate, muchacha! -ordenó de repente Harpin-. No practico esa fidelidad por virtud, sino por comodidad; mira, la usura es un trabajo difícil y no tengo tiempo para andar buscando placeres fuera del lecho matrimonial. Además, si comienzas a trabajar para mí, tampoco tú tendrás tiempo pues aquí hay seis cuartos que lavar, y tallar tres veces a la semana, una cama que arreglar a diario, una puerta que abrir cuando tocan, una peluca que empolvar, los cabellos de mi esposa que peinar, un perro y un loro que cuidar, alimentos que preparar, cuchillería que limpiar, cocina que atender, calcetines que remendar, vestidos que coser... esas y mil ocupaciones más tendrás que realizar. Sí, en caso de que yo ocupe tus servicios no tendrás que preocuparte por tu virtud; se te empolvarán las partes antes de que tengas tiempo de utilizarlas.
-¡]Oh, bendito sea, señor! -exclamó Justina, llena de alegría-. Estoy deseando que mis partes se empolven. Por favor, permita que trabaje con usted.
Harpin se quedó observándola durante unos instantes, y después se frotó la barbilla canosa con los dedos largos y huesudos.
-Sí -dijo, pensativamente- sí, creo que sí.
-¡Oh, un millón de gracias, buen señor! -suspiró la dulce niña, hincándose otra vez para besarle las manos.-Pero aguarda -la detuvo Harpin-. Hay otra cosa, quiero tener la seguridad de que estás perfectamente sana. -Y al decirlo, el anciano decrépito comenzó a mirarle los pies con un destello extraño en la mirada.
Siempre he considerado -contestó Justina- que la limpieza es algo divino, y he tratado de cumplir con todos sus ordenamientos.
-Sí, sí -musitó Harpin, sin oírla-, déjame mirar tu pie.
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JUSTINA
Teen FictionHABLAR sobre el Marqués de Sade es hablar del lado oscuro que todos tenemos en el inconsciente. Es hablar de una sexualidad "desviada" hacia la perversidad, hacia el placer sensual proporcionado por el dolor ajeno. Al leer sus obras nos encontramo...