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Condujeron a Justina a la cárcel de la ciudad, y la pusieron en custodia especial, mientras el juez superior de Corville celebraba el juicio, el único funcionario de todo el territorio que tenía autoridad para juzgar un caso tan grave como era el asesinato de una miembro de la justicia. Mientras esperaba la convocaron al despacho del jefe de la justicia, Justina pidió que la visitara el capellán de la prisión para poder confesarse por última vez. Se le concedió el permiso, y el guardia fue a la capilla de la cárcel para traer a... El padre Antonino, el monje libertino del monasterio de Santa María del Bosque.

—Justina —dijo el malvado sacerdote después de escuchar su confesión—, no podría dudar que eres una de las putas más estúpidas que he conocido. Sin embargo, si tienes el suficientes sentido común para hablar un poco de negocios conmigo, todavía te puedo sacar de este problema. —Entonces, con un semblante de aflicción, continuó—: Dulce niña, nunca podrás saber cuán desvalido me siento desde que me trasladaron de Santa María del Bosque. Es cierto que gozo de vez en cuando con alguna seducción de confesionario, y quizá de un encuentro corto con una sirvienta o gobernanta de vez en cuando. Pero no tiene comparación con aquellos días, ninguna comparación.

>>Así que, si eres un poco inteligente, Justina, podemos poner remedio a todo esto. Me llevo muy bien con el jefe de la justicia, el juez de Corville, ya sabes. Si le platico lo que me has dicho bajo secreto de confesión, que no fuiste tú sino madame Dubois quien cometió el asesinato de Dubreuil —eso es lo que me has dicho—, entonces te liberará sin duda, dejándote bajo mi custodia. Pues bien, una mano lava otra; ya que estés libre, podrías conseguir media docena de muchachas para mí, y en poco tiempo tendríamos aquí algo así como una pequeña Santa María del Bosque. Quién sabe, podría nombrarte superintendente; nunca tendrías que hacer de Muchacha de Servicio; pasarías los días como tú desearas...

—¡Basta, padre! —gritó Justina—. ¡No quiero oír más! ¡Fuera de aquí! ¡Es un monstruo! Pretender aprovechar mi situación de esta manera. Si tengo que morir, moriré... pero sin pecado.

—Bueno, como prefieras —dijo el padre Antonino abriendo la puerta de la celda—. Nunca he tratado de imponer la felicidad a los que prefieren el dolor. —Luego, sonriendo con maldad, agregó—: Sin embargo, no estés muy segura de que morirás sin pecado. ¿Recuerdas tu enojo de hace unos momentos?, ¿que me llamaste monstruo?, ¿que me has echado de aquí? Por si no lo sabes, eso constituye una falta de respeto hacia un sacerdote, un pecado contra el primero, el segundo y el cuarto mandamiento, por no decir nada de la ley natural, la canónica y la tradición eclesiástica. Así que no estés tan segura de que tu alma esté, después de todo, limpia de cualquier mancha. —Luego, cerrando la puerta lentamente, dijo por la rendija—: Adiós, puta.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora