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Ya había caminado un rato por las afueras de Lyon cuando Justina vio a una mujer pobre que pedía limosna. Llena de compasión por la desdichada, abrió su bolsa y comenzó a buscar una moneda. Pero la mujer, mucho más rápida de lo que se apariencia cansada permitía suponer, agarró la bolsa de manos de la pobre muchacha, dios a Justina un puñetazo en la boca del estómago, y echó a correr para reunirse con cuatro bandidos barbudos que permanecían escondidos a unos cincuenta metros del lugar. 

—¡Dios, Dios del cielo! —gimió Justina desilusionada—. ¿No podré expresar un impulso virtuoso si que se me haga sufrir en seguida a causa de él? —Pero, sobreponiéndose otra vez a la tentación de desesperarse, rezó la misma oración de antes, sumisa a la voluntad del Señor, y más reconfortada continuó su camino.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora