Libro Quinto. 1

491 7 1
                                    

La noche estaba iluminada y hacía frío. Una luna alta y amarilla daba a la campiña cubierta de escarcha un resplandor plateado y brillante. Corriendo hasta cruzar el camino que pasaba delante del monasterio, Justina se internó directamente en el bosque; allí, ocultándose bajo la sombra de los árboles, se abrió camino poco a poco por el sendero que iba hacia el camino real, desde el cual había divisado por primera ocasión la torre del campanario benedictino.

Un poco antes de amanecer llegó al camino real. Se detuvo un momento y escuchó con atención para saber si alguien estaba siguiendo sus pasos en el bosque. Pero satisfecha al darse cuenta de que nadie venía tras ella, comenzó a recorrer el trecho largo que faltaba para llegar a París.

Después de algunas horas, los rayos rojos y brillantes del sol ardiente atravesaron la luz de la mañana. Conmovida por la belleza del paisaje, Justina se detuvo a contemplarlo. En ese momento se convenció de que había quedado liberada definitivamente de la prisión de aquellos frailes malvados. Embargada de gratitud hacia Dios por haberla ayudado a escapar, se hincó, y levantando la mirada hacia el cielo, comenzó a rezar.

-¡Oh, Dios misericordioso! -entonó-, te agradezco a Ti, que me hayas arrebatado de entre las fauces de la destrucción, y te ruego, Dios a quien adoro, que continúes guiando mis pasos para que jamás me aparte de la senda de la virtud y la bondad. Hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo. Amén.

En el momento que terminó de pronunciar las últimas palabras Justina se sintió capturada por dos hombres que, echándole un saco por la cabeza, la amarraron de pies y manos, poniéndola después arriba de un vehículo. Después de que éste avanzó cinco o seis kilómetros, le soltaron las manos, y pudo darse cuenta de que iba a través de un bosque tupido. Su primer pensamiento fue que había sido apresada por enviados de los frailes, y que iban a devolverla al monasterio; pero una mirada a las caras de sus captores fue suficiente para convencerla de que estaba equivocada. El más alto de los dos era de piel morena, fornido, con un gancho de metal en el lugar donde debía tener una mano, y un parche en el ojo derecho; el compañero, cuyo cuerpo era casi redondo, tenía una pata de palo, y el rostro marcado por media docena de cicatrices tremendas.

-Gentiles señores -dijo Justina llena de miedo- ¿podría preguntarles adónde me llevan?

-Por supuesto que puedes -dijo el bajito riendo quedamente-. Vas a la casa del conde de Gernande, originario de París, y propietario de una gran finca en esta región.

-¿Y podría preguntarles cuál es el propósito del viaje?

-Claro que sí -respondió riendo el más alto-. Acabas de ser contratada para estar al servicio del conde en calidad de doncella.

-Pero si lo que desea es una doncella ¿por qué no alquila una?

-Porque ninguna querría trabajar para él, querida -explicó el más bajo, muy divertido.

-Pero ¿por qué no?

-Porque el hombre está loco -contestaron los dos a coro.

-Más orate que una cucaracha -dijo el más alto.

-Chiflado como un chimpancé -agregó el bajo.

-¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!

Al escuchar esto Justina se preguntó si sería el conde el único loco, y si sus esbirros no estarían también un poco mal de la cabeza. Pero no tuvo más de unos segundos para pensar en eso, porque, incluso antes de que se hubiera apagado el sonido de las carcajadas de los captores, el carruaje había pasado por un portón, y se detenía frente a un castillo blanco e inmenso. En el umbral del gran edificio estaba nada menos que el conde en persona.
El conde de Gernande era un hombre de unos cincuenta años, de más de seis pies de alto, y demasiado gordo. Tenía el rostro como un enorme melón, marcado por una boca pequeña y redonda, dominado por una nariz gigantesca y puntiaguda, y un par de ojos negros como el carbón, tan aterradores, que eran capaces de infundir temor al mismísimo demonio. Mientras los dos captores bajaban del coche a Justina, aquellos globos temibles examinaron su cuerpo con gran dureza, y se clavaron en sus ojos, sis apartar la mirada hasta que subió las escaleras.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora