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El doctor Rodin tenía en su casa una escuela para niños y niñas. Eran catorce estudiantes de cada sexo; no los aceptaba si no habían cumplido los doce años, y siempre los despedía al cumplir los dieciséis. Además, todos eran de una hermosura maravillosa.

Justina no era capaz de comprender por qué Rodin, que trabajaba como cirujano, se tomaba la molestia no sólo de sostener la escuela, sino además de impartir personalmente todas las clases. Una tarde que estaban solas, le preguntó a Rosalía, de quien para entonces, se había hecho muy amiga.

-¡Oh, mi querida Justina! -sollozó Rosalía echándose en brazos de su amiga-. Te suplico que jamás repitas lo que voy a decirte, pero este horrible secreto me ha pesado durante años, y tengo que confiárselo a alguien.

>>Mi padre es doctor, verdad, y uno de los mejores de Francia; sin embargo, ya casi no eferce, y deja la mayor parte de su trabajo a cargo del doctor Rombeau, un colega con quien seguido colabora en sus experimentos. Eso lo deja libre para dedicar casi todo su tiempo a la escuela, que sólo sostiene por una razón: no es por humanidad ni por compasión, ni altruismo ni nada de eso, querida amiga, sino sólo por libertinaje. Verás: mi padre utiliza a sus alumnos como partícipes en los actos sexuales más obscenos y ruines que puedan concebirse, actos inimaginables. Pero ¡espera! Hoy es viernes, uno de los tres días de la semana en los que realiza sus sesiones "disciplinarias". Desde un ropero empotrado en la pared podremos ver lo que sucede en su oficina sin que nos vean; te mostraré un ejemplo de sus actos de libertinaje.

Y después la bella Rosalía condujo a Justina por un corredor hasta un armario pequeño. Pronto estuvieron acomodadas frente a dos cuarteaduras de la pared; en ese momento Rodin entró a su oficina arrastrando tras de sí a una niña, rubia y hermosa. La chiquilla no podía tener más de trece años de edad, y sollozaba lastimosamente mientras pedía perdón a Rodin.

-¡Por nada del mundo! -contestó el doctor, llevándola hacía una columna que estaba en medio de la habitación-. Te he perdonado en muchas ocasiones. Continúas mandando recaditos a los muchachos, y hablas durante la clase, y tengo que reconocer que esa mala conducta se deba nada más a la indulgencia que muestro hacia ti. Ahora es el momento de corregir ese mal.

-¡Pero si yo no he hecho nada! -protestó la niña desconsolada.

-Sí lo has hecho, querida -la corrigió Rodin-. Pasaste un recado escrito, y yo me di cuenta.

Rosalía, apartándose del agujero de la pared, susurró al oído de Justina:

-No creas nada de lo que dice. Inventa todas esas faltas porque necesita algún pretexto para obligar a esas pobres criaturas a someterse a sus placeres sexuales.

Cuando Rosalía terminaba de decir esto, Rodin agarró las manitas de la chiquilla y las metió en un par de manillas fijas a bastante altura en la columna que estaba en el centro del cuarto; la niña se retorció de dolor y el llanto corrió por sus mejillas; su espléndida cabellera rubia cayó en un desorden provocativo. Excitado por aquella escena, el salvaje Rodin acercó su rostro hasta unas cuantas pulgadas del de la chiquilla y la miró fijamente a los ojos; luego, tapando aquellos lindos ojos con un pañuelo, le tomó la carita entre las manos y la besó en la boca por la fuerza.
Después, con los ojos brillantes de la lujuria y la cara lívida de excitación, el doctor degenerado le desabrochó con lentitud la blusa; los velos del pudor fueron retirados hasta que la criatura estuvo desnuda de la cintura hacia arriba. Luego, poco a poco, le retiró el alto de la falda, bajándoselo por las caderas hasta que quedó detenido justo por encima de la leve curva de la pelvis.

El cuerpo de la chiquilla quedó así visible a medias. Era un monumento de perfección: un torso suave de un blanco cremoso y esculpido con exquisitez; dos pequeños pechos redondos cedían el paso; su diminuto vientre liso y los óvalos perfectamente torneados de sus caderas. Su pecho subía y bajaba, y su vientre inmaculado temblaba con cada sollozo. Pero todos aquellos encantos no despertaron sentimientos de compasión en Rodin. Jadeando como un animal, agarró un látigo de nueve colas que tenía metido en un tarro de vinagre, para que sus tiras se pusieran duras y filosas. Levantó el látigo por encima de la cabeza, echó una última mirada a la perfección de toda aquella hermosura...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora