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Varios meses transcurrieron.  las noches de tortura a manos del perverso Rolando seguían; y también las horas continuas de sumisión a sus máximas horribles. Pero una noche, con gran sorpresa suya él le propuso a Justina algo muy desconcertante.
—Hija mía —dijo Rolando—, no hay nadie en esta casa en quien confíe más que en ti; por ese motivo quiero poner mi vida en tus manos; si el experimento resulta un éxito, conoceré placeres inimaginados por el hombre desde el origen de los tiempos; si fracasa, me costará la vida. Pero para mí es suficiente con la posibilidad de la recompensa, y la exitación que despierta justifica que corra ese riesgo. Cualquiera que fuera el resultado, con tu ayuda habrás ganado la libertad de manera incondicional.

Justina sintió que despertaba su interés, y le pidió que detallara con más exactitud la naturaleza del experimento que deseaba realizar.

—Hija mía —continuó—, he matado a muchas personas, y estoy totalmente convencido de que los padecimientos que sufrieron en el proceso eran más placenteros que cualquier sensación conocida por el hombre. Por desgracia, las víctimas nunca han podido comprobar mis teorías, y aquellas otras cuyos experimentos suspendí justo antes de llegar al instante fatal, se negaron a aceptar —o quizá no tenía la sensibilidad necesaria— los placeres que con seguridad estuvieron a su alcance. Por eso, si quiero que mi curiosidad quede satisfecha, debo disponer de datos reales; ¡Quiero conocer yo mismo esas sensaciones!

—Entonces ¿qué quiere que yo haga? —preguntó Justina—. Resulta indudable que el homicidio es un proceso irreversible; si empiezo a matarlo —digamos, degollándolo, o atravesándole el corazón— ¿cómo podría yo impedir que el crimen comenzado llegara hasta su conclusión inevitable?

—La contestación a tu pregunta —replicó Rolando— la encontraremos en el sótano. Vamos allá de inmediato.

Cuando llegaron al calabozo sombrío, Rolando preparó los instrumentos del juego "corta la cuerda". ¡Pero esta ocasión iba a pararse él mismo en el taburete mientras Justina jalaba la cuerda! Desnudándose solo, le impartió sus últimas instrucciones:

—Después de que hayas ajustado el nudo alrededor de mi cuello, ponte en el lugar que acostumbro ocupar yo en el sofá. Luego, lánzame maldiciones mientras me acaricio las partes genitales, y cuando compruebes que estoy lo bastante excitado, tira el taburete que está bajo mis pies. Yo no tendré una hoz para cortar la cuerda, pues podría sentir la tentación de usarla rápidamente. Tú la tendrás en la mano, y cuando caiga el taburete permite que me quede colgado. Déjame ahí hasta que presencies ya sea la eyaculación de mi semen o la evidencia de que comienzo a agonizar. Si llega a suceder esto último, corta en seguida la cuerda y pégame bofetadas en la cara y la cabeza para revivirme; pero si acontece lo primero, deja que la eyaculación prosiga hasta que mi sustancia se haya agotado por completo, y sólo entonces descuélgame...

Después de haberle dado estas instrucciones se subió al taburete. Obedeciéndolo, Justina apretó el nudo alrededor de su cuello. Él comenzó a acariciarse mientras ella lo insultaba, y en pocos segundos se irguió el órgano monstruoso. Entonces le hizo la señal de que jalara la cuerda; el taburete salió volando y...
¡Sucedió tal como lo había pensado el canalla! Cuando el cuerpo cayó con la fuerza del impacto, una amplia sonrisa de éxtasis iluminó su cara. Su miembro se extendió hasta lo increíble, y brotó un géiser de semen que le llegó más arriba que la cabeza, casi hasta el techo del sótano. 

Después de que arrojó las últimas gotas, Justina cortó la cuerda y lo liberó, cayó al suelo sin sentido, pero a fuerza de bofetadas pronto se recuperó. Su felicidad llegaba casi al delirio. 

—¡Oh, mi hermosa chiquilla! —gritó—. ¡Son sensaciones que están más allá de lo imaginable! ¡Superan todo lo que he concebido antes! ¡Tenemos que hacerlo todas las noches durante el resto de mi vida!

—¡Pero, señor! —replicó Justina, tratando de protestar—. ¿No me prometió la libertad a cambio de mi colaboración en este experimento?

—Ya sabes que mis promesas no valen nada, chiquilla —repuso, riendo burlonamente—. Así soy yo. —Luego, golpeándole la cara con brutalidad, agregó—: Además, yo sé que si me ayudas todas las noches en esta empresa no permitirás que muera. Así es tu naturaleza.

Y Justina lloró sin consuelo, pues sabía que lo dicho era cierto.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora