Libro Sexto. 1

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El tribunal de Grenoble ocupó poco tiempo en el caso de los falsificadores, todos los detenidos recibieron sentencia a muerte, y las ejecuciones sería a la mañana siguiente. Pero mientras los prisioneros iban a ser llevados otra vez de la sala de audiencias a la cárcel, hubo un gran tumulto en la calle.

—¡Justina! ¡Justina! —gritaba una mujer, y en pocos segundos la persona había traspasado el cordón policiaco y besaba con frenesí la cara sorprendida de la muchacha.

—¡Mi niña! ¿No me reconoces? —preguntó la mujer—. ¿No eres la muchacha a quien rescaté de la Conciergerie hace diez años? ¿No recuerdas a tu protectora, la Dubois?

—¡La Dubois! —exclamó contenta Justina—. ¡Mi buena amiga madame Dubois! —Entonces, recordando las circunstancias en que se separaron, agregó en seguida—: Bueno, si lo que buscas es venganza, te quedan pocas horas para consumarla, pues estoy condenada a perder la vida mañana temprano.

—¿Venganza? —exclamó la antigua jefa de la pandilla de bandidos—. ¿Cómo puedes pensar en tal cosa? ¿Y dices que vas a perder la vida? De ninguna manera. No lo permitiré.

En ese instante uno de los policías intentó separarlas, pero la Dubois se volteó bruscamente hacia él.

—¡Joven, tengo influencias en esta ciudad! —le espetó—. ¡Déjame pasar!

Antes de que el servidor sorprendido pudiera replicar, un caballero alto y de aspecto distinguido se acercó junto a la Dubois.

—¿Me reconoces? —preguntó al policía— Soy el juez Dubreuil, del tribunal de Grenoble.

—Es verdad, señor —respondió el joven, saludando—. ¿En qué lo puedo ayudar?

—¿Dices que conoces a esta joven, querida? —preguntó el juez a madame Dubois.

—¡Naturalmente amor mío! Te ruego que ordenes a esta bribón que la deje bajo nuestra custodia.

—Has oído a la dama —dijo el juez.
Y el representante de la lay, soltando las manillas que sujetaban las muñecas de Justina, la entregó dócilmente a la pareja. 

Momentos después, en un departamento de un lujo extravagante del mejor hotel de Grenoble, la Dubois tranquilizaba a Justina diciéndole que no tenía nada que temer; Dubreuil era el juez de más alta jerarquía en la barra, y sólo tenía que dar cuentas al juez superior en persona; en cuanto los papeles del arresto se pudieran conseguir, revisaría la sentencia de muerte, reconocería que Justina era inocente, y la indultaría sin poner condiciones. 

—Y ahora que el asunto está arreglado —dijo la Dubois—, cuéntame, hija mía, ¿qué ha sido de ti durante los diez últimos años?

Con lágrimas de gratitud brotándole de los ojos, Justina contó todas sus experiencias, desde su violación por el perverso Saint-Florent, hasta la marca de asesina que le impuso el bestial doctor Rodin, y su envilecimiento a manos del tristemente célebre Rolando. Cuando terminó el relato, la Dubois acarició la mano de la joven en un gesto de consuelo, y dijo:

—Bueno, querida amiga, ahora podrás apreciar mis primeras declaraciones respecto a lo aconsejable que es la vida en el vicio. Como puedes darte cuenta, la búsqueda de la virtud sólo te proporcionado dolores, sufrimientos y degradación; mientras que yo, que salí de la Conciergerie al mismo tiempo que tú, y sin dinero, he hecho fortuna. —Y abriendo un enorme cofre que estaba al pie de su cama, mostró tal abundancia de oro, diamantes y demás piedras y metales preciosos, como jamás había contemplado Justina en toda su vida—. ¡Mira! —le dijo, el fruto del vicio.

—¡Oh, querida Dubois! —exclamó Justina—, si has conseguido todas esas cosas con métodos deshonestos, puedes estar segura de que la justicia divina tendrá buen cuidado de que no las disfrutes por largo tiempo.

—¿La justicia divina? —repitió con burla la mujer—. Me causas risa. Si existiera un Dios, y si fuera justo, no habría maldad en el mundo. Sin embargo, el mal abunda, como todos pueden ver. Entonces, si hay Dios, será un canalla que permite todo eso, o un asno incapaz que no puede impedirlo; de cualquier manera, sólo merece desprecio.

—Pero, mi dulce Dubois —alegó Justina—, aun cuando existe el mal, siempre triunfa el bien a la larga. Mira mi caso y tendrás la prueba: aun cuando se ha abusado de mí durante diez años, aquí estoy, rescatada por ti de la mismísima sombra del cadalso. Eso tiene que demostrar la existencia de la Providencia.

—¡Eres una tonta! —le espetó la Dubois—. ¿Acaso crees que te he salvado por causas desinteresadas? No seas ingenua. Cuando te vi esta mañana encadenada con los demás prisioneros, fue únicamente un ejemplo más de cómo el destino favorece a quienes traman u luchan para sí. Verás, hay un hombre a quien quiero ver muerto, y eres justo la persona que puede hacerlo...

—¡Jamás señora! —exclamó Justina, horrorizada—. ¡Ni en mil años!

—Esta noche.

—Jamás.

—Yo digo que sí.

—No.

—De veras eres una tonta, Justina. Una tonta en realidad. Estás a punto de perder la vida, te ofrezco salvarla y te niegas a aceptarlo. Hija mía, en esta caja fuerte hay suficiente dinero para poner caviar y faisán en tu mesa diariamente durante un siglo. Ahora pertenece ami amigo, el juez Dubreuil, que en estos momentos está tratando con diligencia de conseguir tu indulto. Pero si le metes un cuchillo en la garganta mientras duerme esta noche, todo será nuestro, querida, tuyo y mío. ¿Y quién creería que tú eres la asesina? ¿Quién se atrevería a acusar a una chica de haber matado al juez que esta misma tarde obtuvo se perdón?

—Jamás, señora —dijo Justina entre dientes, más horrorizada que nunca—. Jamás pagaré la bondad de ese modo.

—¿Su bondad, tonta? —dijo con voz potente la Dubois—. Es mi bondad. ¿Piensas que está actuando por amor a ti? Está haciéndolo porque soy su amante, y porque cree que sólo así podrá tener mis servicios seguros. Por su parte, nada le importaría que te partieran en mil pedazos. 

—Mi respuesta sigue siendo no, madame.

—Entonces no hay nada más que pueda decirte —dijo la bribona, encogiéndose de hombros—. Pero vivirás lo necesario para lamentar esta decisión... quizá nada más lo suficiente para lamentarla.

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