6

768 16 0
                                    

En la casa de huéspedes donde se había alojado después de los tristes acontecimientos a manos del sacerdote viejo y malvado, Justina contó de nuevo su triste historia a la casera, y le pidió que le recomendara alguna persona influyente y rica que pudiera mejorar su lamentable estado. El caballero que le recomendó era un hombre llamado Dubourg, uno de los negociantes más prósperos de la ciudad, ante quien Justina llevó sus penas de inmediato.

—Ven, pequeña mía —le dijo amablemente Dubourg tomando a Justina de la mano y llevándosela a su habitación—. Tengo la seguridad de que te ayudaremos a salir de esa dolorosa situación que con tanto sentimiento platicas.
Dichas estas palabras , cerró la puerta de la habitación, la sentó sobre su regazo y le metió la mano por debajo del vestido.

—Señor ¡deténgase! —le pidió Justina—, soy pobre, pero decente.

—¿Cómo es posible? —inquirió sorprendido Dubourg, sin quitar la mano del cálido nido en que se encontraba tan agradablemente sumida—. ¿Solicitas ayuda pero no ofreces servicio alguno en recompensa?

—Servicio, sí, señor —contestó Justina librándose de su brazo—, pero sólo el que la decencia y mis pocos años me permitan realizar.

Dubourg se le quedó mirando con atención durante unos instantes, luego se levantó rápidamente y dejó caer a la bella Justina al suelo con un terrible estrépito.

—¡Largo de aquí! —gritó señalando con rabia la puerta cerrada—. En este momento lo que menos me hace falta es decencia.

—Pero, señor —dijo la hermosa niña en tono suplicante, hincada a sus pies—, si todos pensaran como usted, los pobres de este país morirían abandonados en las calles.

—¿Y qué tendría eso de malo? —preguntó Dubourg con una risa sardónica—. En la actualidad, le sobran súbditos a Francia; tomando en cuenta la diversidad y propensión del mecanismo del mecanismo humano para la reproducción, no existe un verdadero peligro de que el país se quede sin gente.

Después de escuchar aquellas palabras crueles la hermosa Justina comenzó a llorar. Pero las lágrimas tiernas y calientes que inundaron sus bellos ojos azules no lograron conmover el duro corazón de Dubourg; sólo sirvieron para endurecerlo más todavía. Agarrándole el vestido por el hombro, los rasgó en la espalda.

—¡Mozuela tonta! —vociferó—. Ahora te quitaré por la fuerza lo que te negaste a darme de buen agrado.

Y el gran puño del cruel negociante, pesado como un jamón, se estrelló salvajemente sobre la cara de Justina, tirándola y dejando  a su paso una línea carmín de sangre. Escupiendo una bocanada del líquido vital sobre la alfombra, la dolorida muchacha se hincó y rodeó con los brazos las piernas de aquel hombre odioso, en un ruego último.

—¡Oh, señor, se lo suplico! —gritó— líbreme de esta bajeza. Lo rechazaré hasta el final, puede estar seguro de eso pues preferiría morir mil veces que entregarle mi doncellez, pues desde niña me han enseñado que debo protegerla más que otra cosa. Entonces, ahora que sabe que estoy decidida a no ceder, abandone su ataque. De seguro no podrá obtener algún deleite de mi llanto y mi rechazo. Si lleva a cabo su intento de violarme, en cuanto haya cometido su crimen, la contemplación de mi cuerpo lastimado lo llenará de remordimientos...

Pero los ruegos de la dulce niña no servían de nada, pues Dubourg, en vez de sentirse mal por el espectáculo de aquel sufrimiento, lo estaba disfrutando en realidad; deleitándose, excitándose. Luego de golpearla con frenesí una, dos y tres veces, se lanzó sobre ella y comenzó a chuparle la boca ensangrentada. Al mismo tiempo, con una mano arrancaba lo que sobraba del vestido, abriéndose camino hacia la meta que pretendía alcanzar.
—¡Pícara! —le gritó hundiéndole los dientes en el cuello—. Golfa, cerda! —y por fin la tuvo toda desnuda y se preparó para cometer el último ultraje.

Pero en ese momento... ¿quién pudiera decirlo? ¿Sería un milagro? ¿Quizá Dios todopoderoso quiso en aquel encuentro inculcar en la infortunada niña un horror suficiente para estar segura de que resistiría desde entonces cualquier intento de carácter sexual? El caso  es que el brutal Dubourg, pocos segundos antes de cometer el ultraje que hubiera privado a la hermosa Justina de su doncellez, sintió de pronto que la llama de su pasión se extinguía en el furor de la empresa. Perdida su potencia, el atacante desarmado sólo pudo contemplar con desesperación y odio que el blanco de su lujuria perversa se levantaba del suelo y salía corriendo de la habitación.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora