Libro Tercero. 1

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Estaba anocheciendo cuando Justina recuperó el conocimiento. Haciendo un esfuerzo supremo, logró avanzar arrastrándose hasta el matorral donde hacía cinco años había dormido en una situación casi tan grave como la presente. En ese lugar, después de rezar por la salvación de su alma y la de Bressac, se acostó, y se quedó sumida en un sueño reconfortante.

Al clarear el alba, cuando despertó, seguía sintiéndose muy débil. Pero ya no sangraba, y pudo reunir las fuerzas necesarias para arrastrarse. Avanzando de aquel modo tan lento y doloroso, llegó al pueblo de Saint Marcel cuando caía la noche; eran casi catorce kilómetros de distancia. Allí preguntó por un médico, y la llevaron al consultorio de un tal Rodin.

Ese doctor tenía cuarenta años de edad; era fornido, moreno, y tenía cejas pobladas y enmarañadas; había algo en sus ojos brillantes que sugería mucha fuerza, pero también libertinaje. Después de examinar con mucho cuidado las heridas de Justina, le dijo que su estado no era grave. Y que si se quedaba en la casa de él, podría curarla en unas cuantas semanas. Justina protestó diciendo que no podría pagar el tratamiento, pero Rodin insistió en que se quedara de todas maneras, diciéndole que le podría pagar cuando tuviera algo de dinero. Después de que ella aceptó el trato él le dio una copita de licor y la acostó; en seguida la muchacha se quedó profundamente dormida.

A la mañana siguiente, Justina despertó y al abrir los ojos se encontró cara a cara con el rostro de una chiquilla de catorce años; era muy bella, pues en ella estaban juntos todos los encantos capaces de provocar la más grande admiración. Su cuerpo era de ninfa, su piel tersa como el mármol y de una blancura sorprendente; su cara tenía la forma de un óvalo perfecto; los rasgos, delicados; los ojos, llenos de sentimiento; la boca pequeña, y los cabellos de un color castaño maravilloso le caían con esplendor de cascada hasta el talle. Dijo llamarse Rosalía, y que el doctor Rodin era su padre.

En el transcurso de los días siguientes, teniendo a Rosalía como enfermera particular, y al doctor Rodin cuidándola continuamente, Justina comenzó a recuperar la salud. Al tercer día, ya estaba comiendo normalmente; al curto se levantó y dio algunos pasos; al quinto, ya casi no tenía dolores. Además, estaba feliz y contenta por lo que consideraba un repentino golpe de suerte: en las personas del atento doctor y su hija había encontrado a dos seres que satisfacían todas sus necesidades, y que no parecían tener otro deseo que verla feliz; sintiéndose segura a su lado, se convenció de que, al fin, había llegado el momento en que iba a conocer la verdadera dicha. Sin embargo, como ya había sucedido antes, su paz sólo era un preludio planeado por el destino para exponer a la pobre muchacha a un periodo de nuevos sufrimientos...

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