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El castillo del conde de Gernande estaba situado en una explanada de diez metros de alto, rodeada por murallas más altas todavía. Cuando Justina fue llevada a aquel lugar, las cortinas del vehículo estaban cerradas; por tanto, no pudo observar si había otros obstáculos además de aquellas murallas; lo mismo sucedía con madame de Gernande, a quien habían conducido ahí de noche; no le fue posible observar si existían más barreras. Así que, cuando realizaron la huida, las dos mujeres actuaron pensando que cuando llegaran a la parte alta de las murallas -cosa fácil, gracias a toda la experiencia de Justina con obstáculos de ese tipo- se encontrarían en el camino que cruzaba el bosque... y libres.

Es triste decirlo, pero la realidad era muy distinata. cuando las dos mujeres hermosas, disfrazadas de jardineros, se descolgaron a lo largo de sábanas anudadas hasta el suelo exterior de la fortaleza, se horrorizaron al darse cuenta de que se encontraban dentro de un jardín enorme que rodeaba por completo las murallas, y que también estaba cercado por inmensas paredes de casi veinte yardas de altura, y cubiertas en su parte superior por puntas de hierro y vidrios rotos. Subir por aquel muro monstruoso era menos que imposible; no tenían esperanza, salvo quizá contar con que el carruaje del conde saliera muy temprano; entonces, si el vehículo estaba ocupado por miembros de la servidumbre de carácter amable, Justina y la condesa podrían rogar que las dejaran subir a bordo.
Momentos después de que amaneció el portón enorme rechinó al abrirse, y apareció el carruaje del conde. Corriendo hacia el vehículo, las mujeres desesperadas comenzaron a golpear las portezuelas y a pedir ayuda. De pronto, el cochero detuvo los caballos, las cortinas se abrieron, y surgió en la ventanilla la cara... no de algún sirviente amistoso, sino del propio conde.

-¡Ajá! -gritó el pervertido, golpeando con el bastón-. Mi esposa trata de huir, y mi fiel Justina la ayuda. Pues bien, ese delito no quedará sin castigo...

Más temerosa por su querida Justina que por ella misma, madame de Gernande se hincó a los pies de su abominable marido.

-¡Por favor, señor! -gimió-. Todo este intento ha sido obra mía. Justina está aquí sólo porque yo la he forzado a hacerlo. Castígame, si así lo deseáis, pero os ruego que la perdonéis a ella.

Pero aquellos ruegos lastimeros ni siquiera fueron escuchados.

-De ninguna manera -dijo fríamente el conde-. Dos han pecado, y las castigadas serán dos. Esta noche, en cuanto termine la cena, las despacharé a ambas en busca de su recompensas celestiales; quizá me pase el día construyendo otro aparato para sangrar, y entonces podré contemplar cómo mueren juntas.

-Pero, señor -comenzó a decir Justina-, por piedad...

-No, muchacha -la interrumpió Gernande-. La piedad es una virtud desconocida para mí. Las dos merecen que les corte las venas en este mismo momento; si aplazo el castigo no es por piedad... sólo es para realizarlo con más crueldad que hasta ahora.

Y diciendo esto, metió a las dos mujeres en el carruaje y ordenó al cochero que regresara al castillo.

Esa misma noche, al terminar la cena, apareció el hombre de la pata de palo en las habitaciones de madame de Gernande, anunciando que el conde deseaba que su esposa y Justina se presentaran de inmediato en el laboratorio. Tomándose de las manos, las dos mujeres lo siguieron por el vestíbulo. Pero tenían otro plan: habían pasado toda la tarde pensando en una fuga temeraria, su última oportunidad, utilizando el mismo carruaje en que el conde las había atrapado aquella mañana, y estaban preparándose para llevar a cabo el plan.

Cuando el de pata de palo daba la vuelta en uno de los corredores que conducían hacia la parte del castillo en que se encontraba el laboratorio, madame de Gernande lo golpeó en la cabeza con un hierro que llevaba escondido entre los pliegues del vestido. En seguida las dos mujeres echaron a correr hacia la puerta tras la cual estaría el carruaje, desatendido, como se suponía.

La primera parte del plan fue propiciada por la suerte: realmente, el coche estaba descuidado. Las dos lo abordaron, y los caballos, respondiendo rápidamente al latigazo de madame de Gernande, comenzaron a correr hacia el portón. Sin embargo, dentro del laboratorio el conde de Gernande se impacienta al no ver llegar al de la pata de palo con las dos prisioneras; salió al vestíbulo para ver qué pasaba, y entonces escuchó el ruido que hacía el carruaje al alejarse... Al mismo tiempo descubría el cuerpo encogido de su secuaz tendido en el suelo. Corriendo entonces hacia la puerta de la entrada, observó que las dos fugitivas avanzaban a toda velocidad hacia el portón.

El conde tenía en la mano las navajas y lacetas que le iban a servir para realizar sus operaciones, apuntó, y lanzó la más grande de todas. Justina, que subía en ese momento al carruaje después de haber abierto el portón, vio que la brillante hoja silbaba al pasar junto a ella, pero madame de Gernande no tuvo suerte; en el preciso instante en que jalaba de las riendas, poniendo a los caballos en movimiento, la hoja nefasta se clavó en su nuca; Justina sólo pudo ver cómo su querida patrona se tambaleaba en el asiento y caía al suelo, muerta. Con las riendas sueltas, los caballos salieron disparados a través de la noche, llevando a Justina libre otra vez...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora