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El asesinato se efectuaría en un plazo de tres semanas. El conde de Bressac se dedicó entonces a la tarea de adquirir el veneno. Por su lado, Justina, tan pronto como logró quedarse a solas con la marquesa, le contó el plan, y aconsejó a la dama que avisara en seguida a la policía para que la ayudaran.

—¡Ay, Justina! —replicó la marquesa—. Esa infamia me entristece. Y sin embargo, aun cuando no tienes ningún motivo para mentir, me percato de que mi corazón todavía alberga cierto sentimiento de cariño por el monstruo que dices que quiere matar. Por eso te suplico que consigas pruebas; convénceme de tal manera que jamás ponga en duda lo que me digas.

Para complacer este pedimento, Justina recibió dos días después de manos de Bressac el paquete de veneno con el cual habría de realizarse el crimen. Mostrándoselo a la marquesa, argumentó que no podría obtenerse una prueba más clara. A pesar de todo, la marquesa no estaba por completo convencida de que fuera en verdad un veneno. Para probarlo, se lo dio a uno de sus perritos, el cual comenzó en seguida a convulsionarse y, después de aullar lastimeramente durante dos horas, murió.

Al disiparse por completo sus dudas, la marquesa mandó a Justina con el paquete de veneno a la comisaría. Pero no iba a ser posible realizar el cargo. Cuando la muchacha había salido del castillo ¿quién la alcanzó, sino el mismo Bressac? Al escuchar los aullidos del perro se puso a investigar, y descubrió la causa de su muerte; entonces, convencido de que Justina lo había traicionado, sólo deseaba vengarse de ella.

Con ayuda de su afeminado, Jasmine, el conde furioso raptó a Justina llevándola a través del bosque que estaba detrás del castillo. Pronto llegaron al claro de los cuatro árboles donde habían martirizado tan cruelmente cinco años antes a la pobre muchacha.

Cuando contempló el lugar del tormento Justina se estremeció, y su miedo aumentó mil veces al ver que Bressac la dejaba con Jasmine y desaparecía por el bosque. Cuando regresó traía consigo un rollo de cuerda y seis gigantescos perros, todos con los hocicos cubiertos de espuma mientras gruñían al resistirse a las correas. 

Mientras Jasmine se hacía cargo de los perros, Bressac rasgó la ropa de Justina por la espalda. En pocos segundos la dejó desnuda. Con un destello vesánico en la mirada examinó la carne blanca y tersa; luego ahogó una risita.

—Tienes bonitas nalgas, palomita —le dijo—. Y también muy lindos pechos. Piensa que serán un manjar delicioso para estos mastines hambrientos.
Justina se hincó pidiéndole clemencia, pero todo fue en vano. Bressac la miraba con un gesto de suprema repugnancia mientras ella suplicaba, de pronto lanzó una patada contra la quijada de ella y la derribó al suelo con el golpe. Cuando, vacilante, trató de levantarse, la empujó hacia uno de los árboles; entonces amarró un extremo de la cuerda a la cintura de ella, y el otro extremo al tronco del árbol, dejando suficiente juego para que ella pudiera moverse hacia cualquier lado, hasta dos metros de distancia. Cuando terminó se dirigió a Jasmine y le dijo:

—El momento ha llegado; suelta a los perros.

Con ferocidad salvaje los seis mastines se lanzaron hacia el cuerpo de la pobre muchacha. En pocos segundos la piel tesa, blanca e inmaculada de su cuerpo estaba manchada de rojo. Pero el ataque seguía, los perros arañaban y mordían, rasgaban y arrancaban; cada herida nueva parecía aumentar su furor. Entre tanto Bressac contemplaba la escena con una expresión de placer que no intentaba disimular; rió como un loco al notar que los perros peleaban entre ellos por las partes intactas del cuerpo de Justina y, cuando la orgía de violencia llegó al máximo, atrajo hacia él al siempre dócil Jasmine, y comenzó a acariciarlo y besarlo.

Finalmente todo el cuerpo de Justina quedó destrozado por los perros, y la desdichada se dejó car al pie del árbol en un estado de semiconsciencia.
—Muy bien —dijo Bressac—. Con esto es suficiente. Amarra a los martines.
Después de que Jasmine sujetó al último de los perros cuyas fauces se veían manchadas de sangre, Bressac se acomodó al lado de la debilitada Justina y sonrió diabólicamente.

—Bueno, putilla —le susurró al oído—, has aprendido ahora lo que cuesta la traición. —Luego desamarró la cuerda que la sujetaba al árbol y agregó—: Puedes preguntarte por qué te he perdonado la vida. Te diré que es por lo mismo que la última vez, cuando también te tuve amarrada a estos árboles: porque todavía no has perdido la utilidad que para mí representas, y no porque me sienta compadecido.

Justina, con la sangre corriéndole por las heridas, se dejó caer de bruces al pie del árbol. Con algunas compresas que improvisó con jirones de su vestido trató inútilmente de detener la sangre. Cuando todos los trozos de tela estuvieron empapados comenzó a limpiarse la sangre con manojos de hierba.

—Cuando me vaya de aquí —continuó Bressac, sin tomar en cuenta sus dolores —he de envenenar a mi tía como lo había pensado. Después iré a la policía y te acusaré del crimen, diciendo que huiste durante la conmoción que causó su muerte. Jasmine confirmará lo que digo, y tus antecedentes darán crédito a nuestras acusaciones. Si en el transcurso de los días siguientes no mueres a causa de las heridas, se organizará una expedición para buscarte, y cuando te encuentre te acusaré de asesinato.
Luego, inclinándose sobre ella y tomándole la barbilla, el malvado conde acercó el rostro de ella al suyo, y mirándola amenazadoramente le dijo:

—Así pues, putilla, te dejo con tus sufrimientos... pensando que podías haber evitado todo esto con sólo aceptar lo que yo deseaba.

—¡Oh, señor! —replicó con debilidad la muchacha— puede estar seguro de que no importa cuánto daño me haya causado; no le deseo ningún mal. Estará en mis oraciones mientras viva, ya sean unas cuantas horas o muchos años. Y lo único que deseo es que sus crímenes lo hagan tan feliz como desdichada me han hecho a mí sus atrocidades.
Después de expresarse de este modo, perdió el sentido y cayó a los pies de él, en un charco de sangre.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora