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En vista de que le habían robado la bolsa, Justina pensó que sería necesario modificar su itinerario para detenerse en Vienne. Allí, para costearse lo que faltaba del viaje hasta Grenoble, vendería sus últimas pertenencias. Caminaba tristemente por el camino real hacia aquel lugar cuando, de pronto, en un campo no muy distante del camino, observó que dos jinetes pisoteaban a un hombre con los cascos de los caballos. Cuando los canallas dieron por muerta a su víctima, Justina se sintió invadida de compasión por el desdichado individuo.

—¡Cielo Santo! —se dijo—. Aquí encuentro a alguien más infeliz que yo, que por lo menos conservo la salud, la cual me permite trabajar para vivir; pero si esta pobre alma no tiene fortuna, estará condenada a una vida de sufrimiento.
Desde luego la experiencia debería haberle enseñado que el impulso de la piedad suele costar muy caro, pero, sin poder reprimir su anhelo de acudir a consolarlo, se apresuró a llegar junto a la víctima y empezó a atenderla; después de unos minutos el hombre se pudo levantar y avanzó con ella hacia el camino.

—¡Qué suerte he tenido de que estuvieras por aquí en este preciso instante! — le dijo, tomándole la mano—. ¡ Qué coincidencia tan extraña que pasaras por el camino, sola, a una hora tan peligrosa como ésta para la virtud de una muchacha!

—¡Ay, señor! —exclamó Justina—, la vida me ha tratado muy mal; casi tan mal, me atrevo a decir, como parece haberlo tratado a usted.

¡Y descargó su corazón relatándole su historia, sin omitir un sólo detalle de todas sus penas pasadas!

—¡Entonces he tenido mucha suerte al encontrarte! —dijo el hombre, que se llamaba Rolando, cuando acabó el relato—. Soy propietario de un castillo muy hermoso en la falda de una montaña, no muy lejos de aquí; sígueme y tal vez mejore tu fortuna. Y permíteme que te indique, si es que mi proposición alarma tu sentido de las conveniencias, que, aunque soy soltero, vivo con mi hermana, que es una mujer cuya probidad y espiritualidad sirven de inspiración a todos los que la conocen; tu virtud estará perfectamente a salvo al lado de esa mujer maravillosa.

Segura de que el encuentro con Rolando debía ser una recompensa que la Divina Providencia le enviaba a cambio de tantos años de sufrimientos pacientes, Justina aceptó de inmediato el ofrecimiento. Entonces, tomados de la mano, los dos se dirigieron hacia Vienne, donde Rolando indicó que podría alquilar caballos para terminar el recorrido.

Después de haber pasado una noche en Vienne —en cuartos separados, por supuesto—, Justina y su protector recién conocido se encaminaron hacia las montañas. Pronto los caminos se hicieron muy abruptos, y tuvieron que continuar a pie, al lado de los caballos, buscando el paso entre sendas boscosas y alrededor de grandes rocas. Por fin, después de casi catorce horas de viaje, llegaron a un castillo enorme situado en lo alto de una montaña; no se veía ningún camino por donde se pudiera llegar a él, y Justina comentó a preguntarse cómo cualquier animal que no fuera una cabra podría trepar por el risco empinado en el que estaba construido. 

—Ahí está, Justina —dijo Rolando, sonriendo—. ¿Qué te parece?

—¿Vives ahí, señor? —dijo ella, sorprendida—. Pero ¿por qué tanto aislamiento?

—No temas —contestó él, mostrándole el camino por la pendiente traidora—. Seguimos en territorio francés; son los límites del Delfinado, dentro de la diócesis de Grenoble.

—No lo dudo —comentó Justina—, pero el aislamiento del lugar es más apropiado para ladrones y asesinos. ¿Por que ha decidido vivir en ese castillo?

—Hija mía, simplemente porque soy las dos cosas —exclamó, riendo con burla—. Soy ladrón, asesino, y jefe de una pandilla de falsificadores; este castillo es nuestro cuartel general.

—Pero dijo... que su hermana —y Justina interrumpió el tartamudeo.

—Muchacha ingenua —replicó el engañosos Rolando—; cualquiera pensaría que ya habías tenido tiempo de aprender que los hombres no siempre dicen la verdad. Pero basta de plática; ahora eres mi prisionera y no permitiré ninguna rebeldía. —Y llevándola por un puente levadizo que bajó cuando se acercaban, amarró los caballos dentro de una caballeriza pequeña, y la condujo a un gran patio donde cuatro mujeres, desnudas y encadenadas, hacían girar una rueda inmensa—. Ellas serán tus compañeras a partir de hoy —dijo, abarcando al cuarteto con un gesto del brazo—. Tu labor consistirá en hacer girar esta rueda diez horas diarias, y además tomar parte en todas las indignidades sexuales a las que quiera someterte; a cambio de lo cual te daré seis onzas de pan y un plato de habichuelas al día, y en algunos domingos dos onzas de vino. 

Luego, haciéndola dar la vuelta al patio, llegó hasta una pared no muy alta ala orilla del risco. Señalando el terreno rocoso que había, a varios cientos de metros hacia abajo de ellos, continuó: 

—El día que te vayas de aquí, ése será tu destino; no existe otra salida. Hasta ahora unos setenta u ochenta cuerpos de mujer —o lo que sobre de ellos— yacen ahí; quizá la tercera parte ha sido arrojada después de fallecer por causas naturales durante el trabajo; las otras se han arrojado vivas, ya sea por haber intentado escapar o por haber violado de alguna manera cualquiera de las normas de conducta que están establecidas. Ya que sabes esto ¿tienes alguna pregunta que hacer?

—¡Santo cielo! —exclamó Justina—. ¿Puede perpetrar esta demostración de ingratitud sin sentir siquiera un poco de remordimiento? ¿Ha olvidado que le salvé la vida, que cuidé sus heridas arrancando pedazos de uno de mis últimos vestidos, que confié totalmente en usted? ¿No tiene piedad de mí?

—¿Qué es eso de piedad? —replicó Rolando—. Y, vamos a ver ¿por qué debería sentir esa gratitud de que hablas? ¿Acaso te pedí que me salvaras? Claro que no. Me viste en el campo y tenías dos opciones: dejarme allí y continuar tu viaje, o ir en mi auxilio. ¿Por qué me ayudaste? Para satisfacer un impulso, por supuesto, para darte la dicha de considerarte una mujer piadosa. ¿Tengo la razón?

>>Te lo diré de otro modo: Si estuviera tirado a la orilla del camino, desangrándome, y sólo pudieras salvarme violando las leyes de tu iglesia —poniendo tu alma en peligro, se entiende— ¿lo harías? Yo creo que no. Pero tu iglesia fomenta el consuelo de los oprimidos; en verdad, tiene recompensas espirituales para aquellos que realizan con mayor diligencia tales esfuerzos. Así que, ahí está la clave del asunto: no me rescataste por mi bienestar, sino en provecho tuyo. ¿Cómo, entonces, en nombre de la razón, puedes reprocharme que no te recompense por haberme hecho tú misma instrumento de tus inversiones en el futuro de tu alma?


Antes de permitir que ella respondiera, Rolando llamó a dos lacayos que rápidamente le quitaron las ropas y le amarraron las manos antes de ponerla a trabajar con las mujeres de la rueda. Después, mientras se dedicaba al trabajo arduo que la estaba esperando, el ingrato malvado se quedó a su lado, y la maltrató apretándole los pechos y las nalgas, azotándole el vientre y los muslos.

—Sí, putilla —le dijo con un gruñido—. Yo te enseñaré lo que es el agradecimiento; aún estás lejos de la terminación de tus sufrimientos: todavía te espera lo peor... y te sorprenderá ver que tan horrible puede ser...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora