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Cuatro años de calma para Justina pasaron mientras estuvo como doncella de la marquesa de Bressac. Pero llegó el día —inevitable según los planes del cielo— en que la temporada de tranquilidad de Justina tenía que acabar. Es interesante saber que fue el mismo día en que el conde de Bressac le dijo acerca del monstruoso servicio que esperaba de ella desde aquel día en que se conocieron: quería que asesinara a su tía.

—En realidad es muy fácil —le dijo sin darle mucha importancia—. Una gota de veneno en la taza de té, y será el final: la muerte instantánea. No tendrá ningún dolor.

Horrorizada, Justina le rogó que desistiera de hacer eso. Al no lograrlo, se negó firmemente a colaborar en su plan.

—Tome mi vida, ya que insiste —concluyó—, pero nunca aceptaré hacer lo que quiere.

Pero no era fácil que Bressac se dejara convencer con una negativa.

—Escúchame, Justina —le dijo—. Creo que soy capaz de demostrarte que esa acción que te horroriza tanto es, en verdad, algo que no tiene importancia. Como mujer inteligente, no tienes otra alternativa que escuchar mis razonamientos.

Planteado el asunto de esa manera, Justina le puso atención. El malvado Bressac dijo lo siguiente:

—Los que dictan las leyes censuran el asesinato porque se considera que es la aniquilación de un ser humano. Pero es un concepto equivocado. En realidad, el hombre no posee la capacidad de destruir; lo único que puede hacer es transformar alguna cosa. Por tanto el asesinato no es destrucción, sino transformación.

>>Entonces, te pregunto: ¿Puede considerar la naturaleza una forma como superior a otra? ¿Puede importarle en verdad que lo que ahora es un vertebrado bípedo se transforme después en algunos ciempiés y una docena de gusanos? Puedes tener la seguridad de que no. Pero el hombre —el orgulloso hombre que se cree el más valioso de los pobladores del mundo— alimenta su vanidad convirtiendo al asesinato en crimen, o mejor dicho, haciendo que el asesinato de un semejante sea un delito, porque es indiscutible que no se opone a las atrocidades que cometemos con el resto del reino animal tan sólo para mantenernos gorditos.
>>Por otro lado, un hombre no cataloga como criminales a todos los asesinos, sino sólo a los que realizan sus acciones en calidad de empresa particular. El Estado mata a los ladrones, sin duelo. La iglesia también ha dado muerte a herejes y ateos, y eso no sólo se permite, sino que se defiende como una necesidad; el razonamiento es que, si no se elimina a esas personas, la vida será más complicada para las demás.

>>Por tanto, dime si hay diferencias entre los asesinos públicos y los privados, como no sean las que ocasionan los medios y las circunstancias. Así, de la misma manera en que se justifica la iglesia al asesinar herejes para preservar la moral de los creyentes, y el Estado al matar ladrones con la finalidad de conservar llenos los bolsillos de los ricos, ¿no tengo una justificación para matar a mi tía con el propósito de conseguir una mejor posición?
—¡Oh, señor! —exclamó Justina— esas reflexiones perversas son ideas del mismísimo demonio...

—Pero no las puedes contradecir —dijo Bressac, interrumpiéndola.

—Ni trataré —replicó ella—. Se lo suplico, señor; si la lógica lo lleva tan lejos del camino de la virtud, abándonela y escuche solamente a su corazón... bueno, no importa lo que haga, olvídese de ese plan maligno.
Bressac se quedó viéndola un instante con curiosidad, y luego sonrió, al parecer muy satisfecho de sí mismo.

—Entonces ¿no aceptas ayudarme, Justina? —dijo—. Muy bien, ya entiendo que tendré que forzarte.

—¿Y cómo se propone hacerlo?

—Pues amenazándote con asesinar yo mismo a mi tía... y culpándote a ti de haberlo hecho. A fin de cuentas ¿a quién creerán más los tribunales? ¿Al apesadumbrado sobrino, o a una huérfana que ha sido condenada por robo y reconocida como cómplice de una famosa pandilla de bandidos? Francamente ¿crees que algún juez ponga atención a tus súplicas si la oye junto a mis argumentos tan convincentes?

—¡Oh, señor! —exclamó Justina angustiada—. Nunca imaginé que usted pudiera ser tan perverso como para idear semejante plan.

—Pero tienes la evidencia ante tus ojos —replicó el diabólico pervertido—. Así que la pregunta es si participarás en mi plan... enriqueciéndote al hacerlo porque compartiría la herencia contigo, o si te opondrás a mí sufriendo las consecuencias.

Considerando la amenaza, Justina contempló el asunto de una manera totalmente diferente. Se se oponía ahora a Bressac no sólo estaría en peligro de muerte, sino que también condenaría a la marquesa a morir a manos de su propio sobrino. Por otra parte, si fingía estar de acuerdo, podría protegerse a sí misma y ganar tiempo suficiente para que la marquesa pidiera ayuda a la policía.

Percatándose de que si aceptaba en seguida podría despertar las sospechas del astuto Bressac, Justina se fingió indecisa, y dejó que la convenciera. Por último, después de que el conde había repetido seis veces sus argumentos, aceptó. Bressac estaba muy contento. Tomándola de la cintura la levantó por los aires y la hizo girar. Después, poniéndola de nuevo sobre los pies, la estrechó contra el pecho y le besó tiernamente la mejilla.
—Mi querida Justina —dijo—. Eres la primera mujer a quien beso, y realmente, lo hago de todo corazón. Nunca me había parecido tan atrayente una hembra.

Y Justina, completamente convencida de que tenía más rezones que nunca para aborrecerlo, se sintió embriagada por el deseo irresistible de languidecer entre sus brazos...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora