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Ya que Justina logró dirigirse hacia el camino real, se encaminó decidida hacia Lyon. Llegando ahí, no quiso conservar el carruaje que seguía considerando como propiedad de Gernande, y cuya retención habría sido un delito; entonces amarró los caballos a un árbol y continuó caminando a pie hacia Grenoble; esperaba que en aquella ciudad lejana encontraría por fin la dicha. Pero al acercarse al camino real se detuvo para levantar un periódico de Lyon.
Este decía que el doctor Rodin acababa de recibir los más altos honores por sus descubrimientos en el campo de la medicina interna, y que también lo habían nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, posición que proporcionaba recompensas de tipo material a la vez que espiritual. 

—¡Ojalá prospere ese canalla! —murmuró Justina, recordando, estremecida, al malvado odioso que la había marcado con fuego para castigarla por querer impedir que asesinara a su hija—. Si la providencia así lo quiere, que todos los bienes del mundo le sean concedidos; por mi parte aceptaré las pruebas y sufrimientos que son el camino de la virtud.

Y después de decir esto arrojó el reriódico al suelo y reanudó los pasos hacia el camino. Pero antes de haber recorrido diez yardas la detuvo un mensajero vestido de gris.

—¿Eres la muchacha Justina que fuer una vez prisionera de la pandilla de Dubois? —le preguntó.

—En verdad lo soy —respondió ella, sorprendida de que mencionara su asociación en un pasado tan distante.

—Entonces lee esto —dijo el lacayo, poniéndole un papel entre las manos.

Justina lo desplegó, y pudo leer lo siguiente: 

Un hombre que te ha perjudicado, y que cree haberle reconocido en la plaza de Bellecour, está deseoso de reanudar relaciones y de liquidar la deuda que tiene contigo. Reúnete con él a la mayor brevedad.

El mensajero no llevaba identificación ni firma, y Justina pidió que el mensajero identificara al remitente.

—Su nombre —dijo el mensajero— es monsieur de Saint-Florent. Dice que te hizo daño después de que lo rescataste de una pandilla de bandidos, y ahora quiere enmendar el mal que hizo. Es uno de los hombres más ricos y respetables de esta ciudad, y está sin duda en condiciones de mejorar tu situación. Si me acompañas, te llevaré a donde está.
Justina, por su parte, no sentía el menos deseo de continuar sus relaciones con el perverso que, nueve años antes, la había privado de su virginidad para abandonarla después en el bosque cerca de Luzarches. Pero al saber que estaba arrepentido, pensó que parecía culpable ante los ojos de Dios si no le otorgaba el perdón; además, se dijo, si el canalla estaba en verdad decidido a ayudarla, ella se encontraba en una situación que justificaba la aceptación de una caridad, ya que había escapado del castillo de Gernande sin dinero.

—Llévame a la presencia de tu amo —dijo al mensajero.

Cuando llegó al centro de la ciudad, Justina fue conducida a una enorme mansión. Allí, en un lujoso salón, se encontró cara a cara con el bestial Saint-Florent. Ahora tenía el reptil cuarenta y cinco años de edad, pero la dureza de su quijada y la frialdad glacial de su mirada seguirían iguales aunque tuviera noventa y cinco.

—Quise verte de nuevo, amor, por muchas razones —dijo a Justina cuando los sirvientes se fueron—. No es que me arrepienta de haberte perjudicado, pues creo que mi posición me hace incapaz de ser culpable de algo, Además sólo obedecí a mis impulsos naturales. No, para lo que te quiero es para un proyecto muy importante, esencial para mi felicidad —que es lo único que me interesa— y cuya participación puede mejorar considerablemente tu fortuna. En otras palabras: me ayudas y yo te ayudo. 

>>Este es el plan: Siempre he tenido una pasión, hija mía, por la virginidad de las niñas;  esa pasión, como todas las demás del libertinaje, se arraiga más en mí a medida que pasa el tiempo. Ahora han llegado las cosas a un punto en que no me puedo satisfacer a menos que viole a diario a dos doncellas. Además, ya que he disfrutado de ellas, no puedo soportar la idea de que las desdichadas respiren el mismo aire que yo. Por eso es que las meto en un coche y las vendo a los burdeles de Provenza y Lanquedoc, de Montpellier y Toulouse, Aix y Marseille. Esa empresa, de la cual recibo un beneficio de las dos terceras partes, paga en demasía el costo del reclutamiento de las víctimas, y así no sólo disfruto de toda la actividad sexual que busco con el tipo de muchachas que deseo, sino que además obtengo buenas ganancias de todo esto. 

>>¿Verdad que es horrible? Para una mujer que tiene los principios muy elevados que tú profesas, quizá lo sea. Pero a mí no me inspira ningún horror ni me molesta en lo más mínimo. Y mi querida Justina, a menos que yo haya malinterpretado tu carácter, tampoco a ti ha de causarte repulsión, mientras seas beneficiaria y no víctima del vicio. Entonces, lo que te propongo es lo siguiente: Ven a vivir conmigo, acepta el empleo de gobernanta en mi casa, y encárgate del reclutamiento de mis niñas. Te pagaré bastante bien, vivirás con comodidad y ¿quién sabe?, podrías ser que después de cierto tiempo te conceda algún porcentaje del negocio. ¿Qué te parece?

—Me parece abominable, señor, y me niego rotundamente —contestó Justina—. Es verdad que soy pobre, pero soy más rica que usted por los sentimientos puros que poseo, y prefiero morir antes que asociarme con un monstruo como usted. 

—¿Entonces así están las cosas, putilla? —dijo Saint-Florent, sonriendo con gesto amenazador—. ¿Crees eso de verdad?

Luego abrió el cajón de su escritorio y sacó una caja de hierro, cuyo contenido derramó sobre la mesa con expresión teatral. Había cientos de monedas de oro, cerca de dos mil luises en total; mucho más dinero del que Justina había visto junto en toda su vida.

—Imagina que te ofrezca yo todo el dinero que puedas tomar en las dos manos ... sólo por el hecho de permitir que pase yo quince minutos en tu compañía ¿qué dirías?

—¿Quince minutos en mi... compañía? —preguntó ella sin comprender muy bien.

—Sí; claro, en la alcoba. Te pediría que obedecieras a mis exigencias carnales, pero no sería muy grave...

—¡Nunca! —respondió bruscamente Justina— No estoy dispuesta a servir a su lujuria como ramera ni como procuradora. Y con respecto a su dinero ¡escupo sobre él! —Y así lo hizo.

—¡Ah, puta! —chilló el colérico Saint-Florent—. Te atreves a insultarme en mi propia casa. ¡Largo de aquí!

Pero su grito fue inútil, ya que Justina, girando sobre los talones, estuvo casi afuera de la sala antes de escuchar las palabras.

—¡Oh, Dios mío! —se decía al poco rato, después de haber tomado otra vez el camino hacia Grenoble—. ¿Tendrá que ser siempre igual? ¿Deberé pasarme la vida entera sin encontrar un hombre decente?, honorable, de principios? ¿Nunca podré contemplar el triunfo de la virtud sobre el vicio? —Pero se negaba a perder las esperanzas. Hincada a un lado del camino, levantó la mirada al cielo, implorando—: ¡Oh, Señor!, aconsejame para que realice siempre Tu voluntad en todo lo que haga. Es lo único que Te pido. —Y recuperando la paz del alma, echó de nuevo a caminar. 

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora