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Rolando era un hombre bajo y robusto de unos treinta y cinco años de edad, de ojos fieros, y peludo como un oso; tenía la nariz larga y puntiaguda, las quijadas recias, las cejas abundantes y enredadas. Y —como Justina descubriría muy pronto— la cosa más espectacular en él era su miembro, de un largo y un grosor tales, que en comparación el resto de su cuerpo parecía insignificante; realmente, pocos hombres podrían presumir de un antebrazo que tuviera el tamaño de aquel órgano inmenso. 

Los vicios de Rolando eran tan extraños como el equipo con que los practicaba. Justina supo, por las otras mujeres con quienes hacia girar la rueda de noria, que como todos los de su clase de libertinos, prefería el altar de Sodoma para depositar su incienso; y que en lugar de satisfacerse como muchos otros degenerados con dos o tres compañeras, el lujurioso Rolando acostumbraba utilizar hasta nueve y diez en una sola noche, azotando con furia a cada una de ellas, y en ocasiones no quedaba contento hasta haber roto un brazo o una pierna, dislocado una articulación o abierto a puñaladas una garganta o un vientre. 

Justina tuvo muy pronto la oportunidad de ser testigo de esa ferocidad. Tenía tres días en el castillo cuando la convocaron a la alcoba de Rolando.

—Quítate esos trapos —le ordenó, arrancándole la ropa. Después, poniéndole una cadena alrededor del cuello, la llevó por un pasillo largo y lleno de recodos, hasta un sótano oscuro en el centro mismo del castillo. Cerrando de un golpe la gran puerta metálica, le dijo—: Bien, puta, estás a punto de gozar la lujuria de un hombre más monstruoso que cualquiera de aquellos cuyas abominaciones me describiste; recuerda bien la forma en que ahora te sientes, porque cuando haya terminado contigo jamás volverás a sentirte así.

El sótano era circular y de ocho yardas más o menos de diámetro. Sus paredes, pintadas de negro, estaban decoradas con bastones, látigos,, cuchillos, dagas, pistolas y esqueletos de diversos tamaños. Rolando le dijo a Justina que los esqueletos eran reales, restos de muchachas que habían encontrado la muerte en aquel lugar.

En el centro del sótano había una viga de madera atravesada, de la cual colgaba una cuerda cuyo extremo tenía un nudo; y cerca de ahí había un féretro abierto, dentro del cual se hallaba otro esqueleto con los brazos agarrando el mango de una guadaña, como si fuera el padre Tiempo. Junto a una de las paredes estaba un reclinatorio como los que hay en las iglesia, y más arriba de éste un crucifijo con dos cirios amarillos a los lados. En la pared de enfrente, en la misma postura que el Cristo crucificado, estaba colgada la efigie, en cera, de una mujer desnuda; era un figura tan real, que Justina tuvo que tocarla para convencerse de que no estaba viva.

—¿Ves esto? —dijo Rolando, golpeando con una fusta de jinete los muslos de la efigie. Justina se dio cuenta enseguida de unas marcas que tenía, como si aquellos miembros armoniosos hubieran sido mordidos por alguna bestia, parecía que chorreaba sangre de las heridas, cayendo piernas abajo—. Esta estatua es una reproducción de mi amante anterior, que murió clavada en esta pared. Mandé que la hicieran para reemplazar el cuerpo verdadero cuando empezó a descomponerse. —Entonces, golpeando la pared alrededor de la efigie, siempre con la fusta, agregó—: Y de esta manera morirás, Justina, crucificada como tu amigo, el señor Cristo... si se me antoja darme el placer de disponer de ti en ese modo.

Las palabras que decía excitaron rápidamente la pasión del monstruoso Rolando, hasta el punto en que no podía sentirse satisfecho si no abusaba de la hermosa Justina. Bajándose los calzones mostró el miembro gigantesco, y tocando con él la mano de Justina preguntó si alguna vez había visto otro que se le pudiera comparar. 

—Obsérvalo bien, puta —dijo—; esto penetrará entero en el orificio más pequeño que puedas ofrecerle... y si te parto en dos en el intento, mucho mejor; nada agrada más a mis oídos que el sonido de huesos que se rompen y articulaciones que se zafan.
Gruñendo exactamente como el oso al que se parecía, acostó a Justina sobre la orilla de un sofá y, abriéndole las nalgas, lanzó un violento ataque contra el altar de Sodoma. Arañando, rasgando, amasando y apretando las carnes, no quiso detenerse mientras toda la fisura no estuviera convertida en pulpa; entonces, mojando con alcohol las heridas, el monstruo le acercó un cerillo prendido y aulló de risa histérica mientras ella se retorcía de dolor; el fuego lamió los muslos hermosos y el torso, el albo color de aquella carne de alabastro se transformó en una horrible negrura de carbón.

Justina se arrojó a los pies del hombre pidiendo clemencia.

—Recuerda, señor —gritó llorando— que de no haber sido por la ayuda que le presté hace unos cuantos días, no estaría con vida. En nombre de Dios, muestre por mí la misma piedad.

Pero aquellos ruegos sólo sirvieron para aumentar la furia del sujeto bestial. Agarrando una fusta con punta de acero que estaba en la pared le azotó los muslos y las nalgas con tal fuerza, que copiosas fuentes de sangre brotaron salpicándolo a él —cosa que lo enardeció por encima de todo lo imaginable— y a las paredes. 

—¿Me recuerdas que me salvaste? —le gritó—. ¿Cómo te atreves a reanudar una discusión que terminé en forma tan concluyente hace poco? ¿No tienes memoria? —Entonces, abriéndole las piernas con un pie, y pateándole salvajemente el interior de los muslos, prosiguió—: ¿Y te atreves a invocar el nombre de Dios? Te está dejando abandonada ¿no es así? Permite que la virtud caiga víctima de las abominaciones de la villanía. ¡Vaya un Dios! Yo pregunto ¿a quién le hace falta?

Luego, poniéndola otra vez boca abajo sobre la orilla del sofá, le separó las piernas y con mayor rapidez a medida que avanzaba, su miembro monstruoso golpeó la puerta por la que pretendía entrar; al fin, después de muchos intentos que casi dejaron a Justina desmayada, el órgano viscoso de sangre logró afianzarse; animado por el éxito, el canalla comenzó a empujar con más vigor; avanzó una pulgada, luego otra, muy pronto estuvo la mitad del órgano dentro de ella, y Justina sintió que se partía en dos.

De pronto, con el sable a medio enfundar, Rolando alargó la mano hacia un rincón oscuro del sofá para agarrar una cuerda. Se la puso a Justina alrededor del cuello y comenzó a jalarla poco a poco. 

—¡Grita! —ordenó, y como ella se negaba, jaló con más fuerza. Entonces la presión de la cuerda provocó el grito de la muchacha; Rolando, gruñendo lleno de placer, continuó jalando, mientras embestía violentamente con las caderas, obligando a su miembro monstruosos a entrar más adentro de los intestinos. Con lentitud fue avanzando más y más, hasta que los chillidos de Justina fueron reduciéndose a un silbido débil.

—¡Ahora, puta ahora! —rugió de pronto el monstruo, y al decirlo aplicó tal presión ala cuerda, que la cabeza de Justina quedó casi separada de los hombros, mientras al mismo tiempo él envainaba el arma hasta la empuñadura.

Embargada de dolor, Justina sintió que el cuerpo se le aflojaba; aros negros rodearon el círculo de su visión, y fueron cerrándose hasta que, finalmente, desapareció toda percepción y sensación.

—Bueno, Justina —dijo Rolando cuando la muchacha recobró el conocimiento un poco más tarde—, dime qué te pareció. Apuesto a que disfrutaste cada instante que pasó. 

—Nada más sentí horror, señor —contestó ella débilmente—. Horror y repulsión.

El monstruo abominable rió entre dientes.

—No dices la verdad —afirmó—. Sé cuánto has gozado porque yo mismo lo he sentido así. Ahora te castigaré por no decirme la verdad.

Entonces, tomó un taburete que había en un rincón de la sala y lo puso en el centro del piso, justo bajo el nudo. Luego amarró una cuerda a una de las patas del taburete y llevó la otra punta al sofá.

—Ahora jugaremos un juego que nos han legado los celtas —prosiguió—. Se llama "corta la cuerda", y tiene por objeto oponer tu coordinación a la mía. Tú te pararás en este taburete con el nudo alrededor del cuello, así. En la mano tendrás esta hoz, así. Yo me sentaré ahí, en el sofá con la cuerda en una mano y esta daga en la otra. Entonces, cuando yo jale la cuerda, el taburete caerá bajo tus pies, y el único medio que te quedará para salvarte será cortar la cuerda con la hoz; pero no cometas el error de cortarla tan rápido, porque al fin y al cabo quizá no jale yo el taburete, y después de que hayas cortado la cuerda te acuchillaré con esta daga. —Jalando la cuerda para probarla, sonrió diabólicamente—. ¿Estás lista? —preguntó; pero como ella se negó a responder, dijo— ¡Comenzamos!
Rolando jaló una vez, pero muy quedo; Justina no se dejó engañar; volvió a jalar, y ella aguantó; pero la tercera vez lo hizo tan fuerte que el taburete se le fue de los pies y por una fracción de segundo pareció quedar colgada en el aire, y de pronto... ¡éxito! Cortó la cuerda y cayó al suelo.

—¡Fabuloso! —gritó Rolando, casi como si hubiera estado animándola todo el tiempo— ¡Ganaste el juego! Me inclino ante ti. ¡Vaya la heroína conquistadora! —Luego, sonriendo con perversidad, le enredó los cabellos en sus dedos gruesos. Por supuesto —agregó—, volveremos a jugar mañana. Así es que quizá no hayas ganado, después de todo...

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora