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Dos días después, Rodin llegó muy temprano a la habitación de Justina, y diciendo que iba a examinar sus heridas, le pidió que se desnudara por completo. Como ya había realizado exámenes de ese tipo a diario durante casi un mes, y siempre con algún fin curativo, Justina no pensó en preguntarle algo. Pero aquel día, además de cuidarle las dolencia, el pervertido doctor intentó sacrificar la virtud de ella a sus lujuriosos deseos; después de examinar con cuidado cada una de las cicatrices arrancó rápidamente las sábanas de la cama y se arrojó encima de Justina aprisionándole el talle con los muslos.

-Mi querida niña -le dijo, al mismo tiempo que le sobaba los pechos de un modo que, en definitiva, nada tenía de médico- ya estás curada. Ahora dejaré que me demuestres el agradecimiento que sin duda embarga tu corazón. No quiero dinero. Sólo quiero... -se detuvo y, metiendo las manos por debajo, le agarró las nalgas-. Tienes el trasero más hermoso que he visto en mi vida, mi deliciosa cajita sexual. ¡Qué firmeza! ¡Qué redondez! ¡Qué elasticidad! ¡Qué tersura de piel tan exquisita! ¡Oh, preciosa, preciosa niña, qué ganas tengo de meter mi lengua ardiente entre las fisuras y pliegues de esos bollos magníficos! ¡Oh, dulce placer! ¡Oh, lujuria maravillosa!

Preparándose al parecer para la realización de los planes que acababa de revelar, el pervertido monstruoso se bajó de encima de ella, lo cual aprovechó rápidamente Justina para alejarse de él.

-Señor -le dijo con serenidad-, nada en el mundo podría convencerme de que me someta a semejante perversidad. Le estoy muy agradecida, es verdad, pero no estoy dispuesta a pagarle en moneda ilícita. En una caja fuerte del castillo de cierto conde de Bressac están mis ahorros, lo que logré juntar durante cinco años al servicio de la tía de ese caballero, en cuanto los haya recuperado se los entregaré, y dejaré que tome todo el dinero que quiera; pero por lo que se refiere a este momento, suélteme, pues no acepto someterme a sus deseos obscenos.

Al escucharla Rodin cayó repentinamente de rodillas.

-¡Oh, dulce criatura! -dijo con voz ahogada-. ¡Si supieras por cuánto tiempo he deseado que una muchacha me hablara en esa forma! ¡Si supieras cuánto he deseado verme rechazado!

-¿Qué dice, señor? -replicó Justina, intrigada e incapaz de comprender qué motivos habría causado cambio tan súbito de comportamiento.

-Soy una calavera, Justina, un libertino, un disoluto, un perverso. Sí, y he perpetrado atrocidades sin fin que ofenden a la naturaleza. Pero ¿por qué, niña? Sólo porque nunca he tenido un modelo cuyo ejemplo pudiera emular. Quédate conmigo, pueda aprender a decir que no a mis impulsos libinidosos de la misma manera que acabas tú de decir que no a mis proposiciones sexuales.

Contemplando la figura humilde de Rodin, casi postrado a sus pies, Justina se sintió llena de compasión y alegría. Oh Dios mió -pensó- entonces me queda claro que la virtud es indispensable, a pesar de las contradicciones aparentes que he presenciado últimamente. Quién sabe si llegaré a ser instrumento del cielo, destinada a servir de guía a esta alma para que recobre la gracia. Quién sabe si, con ayuda de Dios, llegue yo a libera no sólo a este hombre, sino también a su hija y a sus alumnos, de la maldad y las asechanzas del demonio. Y en vos alta dijo al doctor:

-Señor, porque le creo y siento pena por usted haré lo que dice; sin embargo, se lo advierto, no intente aprovecharse de mis buenas intenciones pensando en convencerme de que me someta luego a su lujuria, pues siempre le ofreceré la misma resistencia firme que ahora.

-Oh, no temas, querida niña -dijo el médico, tomando la mano pequeña de ella entre las suyas y estrechándola con ternura-. Te lo agradezco. Estoy seguro de que tu bondad será bien apreciada en el cielo.

-Y diciendo estas palabras, abandonó la habitación.

JUSTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora