Capítulo 39: Edward

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Danna salió, airada, de la terraza, y sus pasos resonaron a través del pasillo como una promesa.
Anduvo por las pequeñas y estrechas calles de París hasta llegar al hotel dónde se había hospedado con Jack. Necesitaba recuperar sus pertenencias.
Subió las escaleras de mármol blanco, salpicadas con betas oscuras, hasta llegar al segundo piso. Allí, rebuscó en su bolso hasta dar con las llaves de latón, y cuando las tuvo en la mano, las hizo girar en él pomo para abrir la puerta 7. Cuando se encontró en él recibidor, la cerró con sigilo, y se dirigió al comedor con la idea de llegar hasta la habitación. Sin embargo, algo la detuvo. En la mullida alfombra clara del salón, Jack retenía a una chica de rizos pelirrojos y cuerpo exuberante, sometiéndola con su peso y haciéndola suya. Danna, asqueada por él espectáculo sexual que se desarrollaba en la sala, se apresuró a continuar su recorrido. Cuando llegó al dormitorio, abrió su enorme maleta rígida de charol negro, y, doblando cuidadosamente su ropa, la empezó a rellenar de todo lo que había traído.
Una vez hubo comprobado que no se dejaba nada, se volvió a dirigir a la salida, y, antes de cerrar la puerta tras de si. Gritó con voz divertida "Jack, mi amor, ¿le has dicho que tienes SIDA?"
Él grito de mujer que oyó a continuación hizo que él eco de su risa se filtrara por las escaleras mientras las bajaba y llegaba a la calle.
Aspiró él aire de la ciudad del amor, mientras pensaba en que poco le había funcionado a ella aquella denominación. Anduvo por las calles adoquinadas hasta una pequeña placita, donde corría una brisa suave, y había un banco a la sombra, rodeado de un árbol que parecía haber acabado de florecer. Se sentó, a la vez que suspiraba ruidosamente.
Abrió su teléfono y buscó entre sus fotografías. Allí estaba. La foto del móvil de Lucas. Él número del que había recibido la llamada era de allí, de París. Dispuesta a acabar la faena que había empezado, para poder marcharse en paz a Oregón, lo copió en él realizador de llamadas y le dio a llamar.
Los tonos sonaron, indicando que tenia cobertura, y al cabo de cinco de ellos, una voz de chica le respondió.
- ¿Diga?
- ¿Te llamas Marine? - le preguntó.
- Si - dijo la voz, cautelosa.
- ¿Calientas la cama de Lucas? - presentó Dan, sincera.
- Supongo que él la mía. ¿quién eres y que quieres? - pronunció.
- Soy una amiga suya, me llamo Danna. Bueno lo era. Solo quiero decirte que no te merece, seas como seas. Y que te alejes de él, porque no vale la pena quedarse. - notó como su voz se rompía levemente.
- ¿ Danna? - tanteó Marine - ¿estás bien?
- Si - dijo, la rubia, intentando recomponerse.
- Quiero verte - dijo la chica - Ven al café "Le petite fleur" esta tarde a las 5. Está en la calle François De Martine 32.
- ¿Porqué? - preguntó Dan, desconfiada.
- Porque yo no quiero a Lucas y tu necesitas superarlo. - dijo suavemente Marine - Además, tienes una voz hermosa, pero triste, y me gusta tu forma de ser, si has tenido la valentía de llamarme, para ayudarme. ¿Vendras? - preguntó, tímidamente ilusionada.
- Vendré - respondió Dan, convencida.
Y la llamada se cortó.
Arrastró la maleta hasta uno de los cafés mas poco concurridos del centro de aquella urbe. No era que no fuese precioso. Simplemente, tenia una localización extraña.
Entró en él empujando una puerta de madera con una ventanita rococó, y buscó con la mirada una mesa especial. Su sitio estaba vacío.
Apartó la silla para sentarse en él pequeño lugar de madera. Tenía, al lado, una cristalera pequeña, que, decorada con flores, daba a un patio de luces con un silencioso jardín debajo. Sonrió, ante la imagen que se le apareció de Alek quemándose con él café en aquel mismo lugar, en aquella misma silla de madera que ahora esperaba, vacía en frente suyo, a que alguien la ocupara. Sólo que, esta vez, eso no iba a pasar.
Pidió un sándwich sencillo a la entusiasta camarera que vino a sacarla de su melancolía, y lo comió observando algún que otro vecino tender la ropa, mientras una señora flaca y vestida de colores vivos regaba con mimo las flores que daban color al patio.
Se quedó allí, observando la madera oscura, perdida en las lagunas de su propia memoria, hasta que él teléfono sonó, alertándola de que había recibido un whatsapp. Era de Marine.
La chica le pedía que se describiera, para saber quien era, y ella lo hacia. Danna intentó acertarse algún rasgo, pero no se sintió satisfecha por como se había descrito. Miró la hora del móvil, que marcaba poco menos de las 4, pagó, recogió sus cosas y, mirando la pequeña mesa por última vez y salió, arrastrando su pesada maleta.
Intentó dar con el café dónde trabajaba Marine. Sin embargo, eso le fue tarea difícil, pues para encontrarlo, tuvo que perderse en las calles mas estrechas de aquella gran ciudad. Cuando llegó, aún así, le sorprendió muy gratamente lo que vieron sus ojos.
Él edificio de la cafetería era alargado y estrecho, y ocupaba dos plantas, la superior de las cuales poseía un gran cristalera, que permitía al cliente observar la ajetreada vida de las calles. Por supuesto, las paredes estaban recubiertas por numerosas flores que coloreaban los ladrillos marrones, típicos de muchos años atrás.
Danna entró por la gran puerta transparente, para ver un ajetreo importante. Se quedó en la puerta, sin saber muy bien que hacer, intentando localizar a Marine. La vio con un chico castaño, de espalda ancha y cintura estrecha. La morena se giró a sonreirle a un cliente, tras atenderlo, y entonces la vio.
Se dirigió hacia donde estaba Dan, con una gran sonrisa en sus labios delgados, y cuando llegó a su altura, le dio tres besos en las mejillas.
- Ven - le dijo, a la par que se sacaba él delantal y se sacudía las migas de los leggings oscuros k llevaba.
La llevó hacia la barra, donde estaba él chico castaño.
- Este es Edward - presentó - Edu, ella es Dan.
Él chico le dio dos besos y le sonrió, para luego empezar a bromear con Marine, pero Danna se había quedado mirando sus ojos caramelo, y apenas le prestaba atención. Cuando Marine, poco tiempo después, tuvo que volver a su faena sirviendo, los dejó hablando. Lo curioso es que, entre mesa y mesa, casa vez que los miraba, pensaba que había acertado en citarla allí.

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