¿Quién dijo que una historia de amor no se podía escribir en tres meses?«»
Natasha Romanoff, una respetada neuróloga de New York, pensaba que tendría un día habitual en el trabajo, pero nunca pensó que todo cambiaría.
Steve's PoV
Subí el último escalón hasta el piso 5- tenía un fuerte pensamiento acerca de los elevadores-, donde tenía una consulta médica por mis constantes migrañas y vómitos repentinos.
— Disculpe, tengo una cita con la doctora Romanoff— le dije a un hombre de cabello castaño y ojos levemente verdes.
— Su nombre, por favor— pidió.
— Steve Rogers.
Él revisó algunos papeles sobre el escritorio.
— La doctora lo está esperando, puede pasar— respondió firme.
Yo agradecí con la cabeza, y caminé unos pasos hasta la puerta de la doctora, pensando en que tenía a un hombre de secretario.
Supuse que estaba muy acostumbrado a el patrón de la sociedad de elegir siempre a las mujeres para ese cargo.
— Pase— dijo una voz desde dentro, cuando toqué la puerta.
Entré algo azorado, ya que esa cuestión de los hospitales no llamaban mi atención.
El consultorio no era pequeño, pero tampoco grande; tenía el espacio correcto, y los objetos precisos en el.
En el medio, un escritorio de roble bien pulido, perfectamente organizado y ocupado con algunas cosas que no sé su uso.
Sentada en la silla del escritorio, una mujer de pálida tez, cabello rojizo y facciones relajadas tenía la mirada gacha a unos papeles, que veía con determinación a través de unos lentes que tenía sobre sus ojos.
La mujer parecía muy joven para ser doctora; o se cuidaba muy bien, o las cirugías plásticas habían hecho maravillas en ella.
— Usted debe ser mi cita para las 5, ¿no?— levantó la mirada con una sonrisa, dejándome ver sus ojos.
Si era su cita, era el hombre más feliz del mundo.
— E... Eso creo— contesté trabándome.
— No se tiene que poner nervioso, es algo fácil esto de las consultas— se levantó y caminó hasta donde estaba, tomándome de los hombros e invitándome a sentarme frente a su escritorio, donde habían dos butacas.
Tenía un cuerpo sensacional, y esa ropa que llevaba no le sentaba nada mal; una falta de corte recto de cuero, justo encima de las rodillas, y una camisa, algo holgada y trasparente blanca.
Respiré profundo; ya empezaba a sentirme nervioso.
— Bien, mi nombre es Natasha Romanoff, y soy neuróloga desde hace 4 años. He atendido pacientes de todo tipo, así que siéntase seguro en mis manos— retomó su puesto detrás del escritorio, con esa sonrisa perfecta en su cara.