Capítulo cuarenta y seis

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Pasó un mes después de mi obligada vuelta a California. Un mes de dolor, calvario, tristeza, angustia, ira, ahogo, y miles de sentimientos que me destruían día a día. Mi padre no lo entendía. Él estaba totalmente cegado. Pensaba que lo que necesitaba para curarme y ser la misma de antes, era volver con él y alejarme totalmente de Rosewood y de mi otra mitad, mi vampiro favorito, el amor de mi vida, Ian.

- ¡NO, POR FAVOR, NO! –grité en medio de la noche. Sentía un dolor inmenso en el pecho, como si me estuvieran abriendo en dos para arrancarme el corazón y los pulmones. Sentía que estaba muriendo por dentro, que nunca más volvería a ver a las personas que amaba. Sentía que para que las dos partes de mi cuerpo estén unidas tenía que abrazarme fuertemente.
- ¿Emily, te encuentras bien? – dijo la voz de Melissa detrás de la puerta de mi habitación.
- Sí, disculpa si te he despertado. Tuve pesadillas – dije volviendo a acostarme aún con mis brazos alrededor de mi esquelético cuerpo.
- Ya lo sé, has estado así hace un mes – dijo sentándose en la punta de mi cama y obligándome a tener una conversación a oscuras con mi hermanastra a las dos de la madrugada con este dolor incesante dentro de mí – ¿Hay alguna razón para que estés teniendo constantemente pesadillas? – en ese momento recordé que Deborah me había contado que su hija estaba empezando a estudiar psicología en una universidad de New York.
- Me han obligado a alejarme de mi madre, amigos y novio. Me han obligado a tener que dejar mi hogar para volver aquí. A esta inmunda ciudad iluminada. Resulta que la ciudad en que vivimos tiene más de 300 días al año de sol. La maldita ciudad de San José.
- Entiendo lo mal que te debes sentir, pero creo que aquí estarás mejor. Los días son más cálidos que allí, hay sol casi todos los días. Es una ciudad alegre… - no la dejé continuar.
- Si has venido aquí para contarme cómo es esta maldita ciudad, puedes irte por la misma puerta por la que entraste y dejarme en paz, Melissa – dije con un tono lleno de irritación, volviendo a mi posición fetal dentro de mi cama.
- Perdóname por querer ayudarte, Emily. Eres como mi hermana – al escuchar eso me volví hacia ella.
- Tú no eres nada mío. Yo no tengo hermanos, Melissa – ante mi respuesta inesperada, ésta se levantó y se retiró de mi habitación dando un portazo que retumbó en todo el pasillo. Mi intención era hacerla sentir mal con el fin de que dejara de hablarme y poder vivir el tiempo que me quedaba en esta ciudad en paz y sola.

El resto de la noche pasó tranquila, sin pesadillas.

Cuenta Ian:

Cada día se hacía más largo desde que ella no estaba aquí. Desde que no sentía su presencia y su aroma tan embriagante. Desde que no tenía esas palabras de contención que tanto necesitaba. Desde que su humanidad dejó de iluminar mis días.

Desde que Emily se fue, he vuelto a cometer errores imperdonables en mi miserable existencia inmortal. He vuelto a matar gente inocente por el simple hecho que me molestaba su presencia o me habían dicho algo que me descolocó.
Alice no podía predecir nada sobre Emily y eso me enfurecía demasiado. Jasper no podía sentir lo que ella sentía, salvo muy pocas veces que ha descripto una sensación de dolor en el pecho, como si lo abrieran en dos para sacarle el corazón y los pulmones…

- ¡Ian! – me gritó alguien desde el otro lado del callejón oscuro. Era mi madre, Esme – ¿Qué es lo que estás haciendo? – gritó al verme en el estado en el que estaba. Sostenía a una mujer rubia de tez blanca de unos veinte años de edad inconsciente en mis brazos. Tenía su garganta desgarrada y la sangre recorría todo su cuello y pecho. Tenía los ojos abiertos de par en par, eran tan celestes que parecían transparentes – ¿Qué haces hijo? ¡Estás violando el tratado! – dijo con los ojos desesperados, inundados en pánico.

El cuerpo de la mujer cayó de mis brazos, sentí la absurda necesidad de salir corriendo.

Y así fue. Dejé que Esme cuidara de la mujer, sabría que su autocontrol estaba intacto. Podría contenerse al olor de la sangre humana, a su delicioso sabor, a su incontenible sensación de poder y vitalidad. Me había olvidado cómo sabía la sangre humana. Eso dejaba en un lugar terrible la sangre animal.

La oveja y el leónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora