Capítulo veintitrés

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Que feo se sentirá que la gente tenga miedo de acercarse a ti, que la gente te mire de reojo, que se alejen al verte caminar cerca de ellos. Que hablen de ti a tus espaldas, que te juzguen, que te miren mal. Que te tilden de peligroso solo porque no eres igual a ellos, no vives en el mismo lugar que ellos, no hagas las mismas cosas que ellos. Que locura que la gente juzgue sin conocer. Lamentablemente, nada de eso podrá cambiar jamás, está en la naturaleza de las personas hablar sin saber. 
- ¿Miedo de qué? No vas a matarlos ni chuparles la sangre – reí. Ian apartó la mirada de mí, cambió su sonrisa para volver a tener su típico rostro serio. Con el cual lo conocí. Con el cual me enamoré estúpidamente. 
- Em, cambiemos de tema. ¿Tus hermanastros? – era obvio que lo entristecía, quizás, hablar de la poca relación con las demás personas. 
- Melissa y Louis. No sé cuántos años tienen, ni si son mellizos o no. Tampoco me interesa. Al fin y al cabo, jamás los volveré a ver. 
- ¿Has visto a alguien que no querías ver o solamente has visto a ellos? – ¿cómo se dio cuenta que había visto a Harry?
- Vi a alguien que no quería ver y no eran precisamente Deborah, Melissa y Louis. 
- ¿Se puede saber a quién viste? Aunque ya me lo imagino.
- Lo vi a Harry, mi ex-novio – dije bajando la mirada. Todavía no entiendo por qué al recordarlo los ojos se me llenan de lágrimas, el corazón se me acelera y siento que tengo ganas de desaparecer para siempre. Tal y como sentía años atrás cuando lo veía en California. ¿Será que ese dolor no lo podré olvidar nunca?
- ¿Te puedo abrazar? – me preguntó sin más.
¿Quién se podría negar a un abrazo de una persona tan… tan… tan como él? En sus brazos me sentía perdida pero a la vez segura; me sentía tan distinta. Y su perfume, ese perfume a hombre tan embriagante. Ese perfume que hacía que mis ojos se cierren para que mi mente vuele hacia lugares donde nunca había estado. Ese perfume que hace que pierdas el control de tu conciencia, de tu cuerpo, de tus actos… ¡Emily! ¡Por Dios! ¡Aléjate de él! ¡Se dará cuenta de todo lo que estás sintiendo! ¡Reacciona! 
Con todas mis fuerzas, me separé de él y le sonreí. Sus ojos se posaron en los míos. Su mirada era intensa, intimidante; daba miedo. Mi sonrisa se desvaneció, intenté no parecer asustada pero fracasé en el intento. 
- Debemos irnos – dijo serio apartando su mirada para fijarla en el horizonte. Empezaba a anochecer, ¿cuándo fue que pasó el tiempo? ¿Será que estuve horas abrazada a él? ¡Ay, por Dios, qué vergüenza! –. Estuvimos hablando y caminando todo el día y no nos dimos cuenta – aún estaba serio, como cuando lo conocí. Empezó a caminar más rápido, casi corría y se me hacía imposible alcanzarlo. 
- ¡Espera! – grité. Él frenó su paso y giró para verme – ¿Por qué corres? Ya sé que está anocheciendo, pero no es necesario correr, Ian – en estos momentos odiaba mi torpeza, mi inutilidad en el mundo atlético. Podía correr con todas mis fuerzas mientras otra persona caminaba tranquilamente a mi lado y a la misma velocidad.
- Tú no sabes lo peligroso que es este lugar de noche. ¿Hace cuánto que vives aquí? ¿Mil años? No. Hace unos meses – me hablaba tan mal, parecía enojado, con mal humor. ¿Qué le pasó? Estábamos tan bien hasta hace un momento… 
Empecé a caminar detrás de él, a mi ritmo. Ian casi corría pero yo no iba a hacerlo. Ya casi ni fuerzas para caminar tenía. Ian ya no me miraba para ver si seguía detrás de él así que decidí parar de caminar y sentarme en la arena a mirar el atardecer. 
Habían pasado ya varias horas y la oscuridad se apoderó de la playa. No había luna, la tapaban las nubes. El viento soplaba con fuerza, el ruido de las olas chocando con las rocas cada vez era más fuerte. La arena flotaba en el aire, se enredaba entre mis cabellos, el agua ya casi llegaba a mis pies descalzos.
¿Por qué no podía pararme? ¿Dónde se habían ido mis fuerzas? Apenas se podía respirar ya que el viento levantaba muchísima arena. Cerré los ojos y caí recostada al suelo. ¿Qué podía hacer? Nada. Mi cuerpo no respondía. ¿Qué clase de locura me estaba pasando? 
Ahora podía sentir como el agua helada tocaba mis tobillos. El mar estaba creciendo y a mí no me importaba. Las gotas de la lluvia que empezaba a caer eran igual de frías que el agua del mar. No me importaba que me mojen. Perdí la noción del tiempo y ya no escuchaba nada. Sentía como la lluvia intensa caía sobre mí, era relajante. 
Se escuchó el rugir de un lobo en el bosque (que no estaba tan lejos, quizás), ¿qué importaba si yo era su próxima víctima? Nada. Absolutamente nada. 

La oveja y el leónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora