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Al abrir los ojos aquel domingo de mayo y notarse tendido en un sofá que no era el de su casa pero que le resultaba demasiado familiar, Reuben Costa se alarmó tanto al punto de que casi le da un infarto y más cuando se encontró de golpe con la imagen borrosa de Sandro, Oneida y Doña Maho, que le veían tan sorprendidos como si estuvieran viendo a un Jesús resucitado.

—Aposté con Oné cinco dólares a que despertabas hasta mañana y aunque me duele perder plata me alegra que por fin reaccionaras, estuve a punto de ponerte una vía con suero —le dijo Sandro a Reuben mientras le enseñaba una sonda y un catéter. Rhú apenas y entendía lo que le decían y no recordaba cómo había terminado ahí, pero si adonde había estado y un poco de lo que había hecho para tener semejante resaca por que la voz de Sandro le retumbaba hasta en los huesos.

—Oh Rubí si ya sabes que eres un aguado para beber, mejor déjanos el mundo de los tragos a los expertos —añadió Oneida Cassiani mientras le guiñaba un ojo y le extendía una mano a su hermano mayor para que hiciera la paga de la apuesta de la cual era ganadora y con la otra le revolvía juguetona el cabello al panadero que no tenía ni fuerza para sentarse y quedaba así a disposición de sus mejores amigos que no pensaban perder tiempo y comenzaron a molestarlo.

—¡Shhh! Dejen ya de hablar de alcohol y ayúdenle, espérenme que voy por un café y luego lo regañamos entre todos —agregó Doña Maho y cumpliendo a cabalidad con lo que dijo: a Reuben Costa ese día le llovieron reprimendas mientras se bebía el café más negro y espeso de toda su existencia y aunque tenía la cabeza gacha de la pena, antes de ver el fondo de la taza todo le fue perdonado con la única condición de que prometiera que jamás en su vida volvería a empinarse una botella de licor y cuando al fin tuvo las fuerzas necesarias para ponerse en pie se apuró a irse a su casa. Le urgía darse una larga y muy fría ducha para asearse porque ni él mismo se aguantaba la pestilencia en la que se estaba asfixiando.

No podía quedarse más tiempo con esa familia, porque aunque le trataban como a uno de los suyos y entre regaños y bromas sólo le demostraban cuanto le querían Reuben les tenía harta vergüenza.

No entendía qué de bueno había hecho para ganar tanto aprecio de parte de los Cassiani Almeida y más de la pelirroja que fue, según le contaron, quién le recibió anoche por esa puerta y por más que hurgaba en su adolorida memoria no lograba recordar si le había dicho o hecho algo imprudente y por eso no se atrevía ni a mencionarle el nombre.

Reuben quería irse de la casa de los Cassiani y regresar hasta que algún día lograra purgar sus pecados y daba por un hecho que Nina no iba a volverle a hablar jamás y por eso resignado a que todo se había ido por la borda, cruzó aquella puerta ancha sin despedirse de ella y cuando estaba por quitar el pasador del portoncito blanco algo le cayó en el desordenado cabello:

—Nada más quería saber si la cabeza te sonaba hueca luego de macerarte el cerebro en etanol —le dijo Nina desde la ventana de su habitación en la segunda planta.

Y al escuchar su voz Reuben no pudo levantar la mirada,  pero tampoco seguir su camino, se quedo inmóvil y esperaba que Nina le dijera hasta de qué se iba a morir y aceptaba que bien merecido se lo tenía.

—Vuélveme a ver Rhú —le dijo con la voz muy comprensiva —Si te niegas a hablarme aunque sea mírame antes de que te vayas.

—Después de lo que hice, hasta que tu nombre salga de mi boca me arde —le contestó temeroso, dirigiendo la mirada hacia aquellos ojos verdes que le sonreían como cada día desde hace seis años y le dolía que en ellos únicamente podía encontrar ternura aún después de sus descarados celos sin motivos ni derechos que lo llevaron a tragarse todas las cervezas que pudo para intentar llenar un vacío por creer que la había perdido.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora