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El olor de la marisma oprimió la esencia del tabaco dulce hasta borrarla y la sal cauterizó como fuego las heridas que habían más allá de la piel en sus labios.
La marea brava olvidó la misericordia y con olas salvajes resquebrajó su cuerpo acostumbrado a las pasiones. No hubo tregua de parte del mar hasta embestir con furia el alma de Darío Elba, recordándole así que llevaba años anidando su propio destierro en los terrenos baldíos del dolor por el recuerdo.
La espuma de Venus lavó las penas que tenía grabadas en la fibra de la carne y entre las grietas de los huesos; se dejó llevar por las corrientes, no para morir: para resurgir.
Y aceptando que estaba a punto de fecundar un sentimiento al que debía nombrar: amor; emergió de las profundas aguas oceánicas en las dormitaba desde hace tanto.
Despojado de dos de sus más grandes miedos, flotó a la deriva con la cara puesta al cielo; vagó hasta reconocer su propia existencia con la de ella y decidido a recorrer lo que hubiera que caminar y en calidad de lo que tuviera que aceptar dentro de la vida de Nina Cassiani: descendió del infierno donde había caído en desamparo.
La tenue estela rojiza de un cigarro mal acabado que bailaba entre los dedos de su amigo le sirvió de guía para redescubrir la playa que hace varías horas había dejado atrás.
—La has encontrado —aseguró Leandro Hooper cuando sin necesidad de más brillo que el de la luna y el de las estrellas pudo distinguir en el rostro de Darío Elba algo que nunca antes había dilucidado y sin dejar de amarlo nació en él, en ese momento, la felicidad.
Había deseado desde los diez años que Darío tuviera un bien querer y en sus charlas existenciales que entablaba con el universo, siempre le preguntó al destino en qué planeta tenía que buscar para capturar a ese ser que fuera capaz de compensar lo que él, por las barreras limítrofes de su anatomía, no podía darle a su amado Elba.
Amaba a Darío por voluntad propia y no le disgustaba en nada no ser correspondido, había apaciguado sus desvaríos con hombres y mujeres por igual sin desvirtuar nunca el amor inmaculado que le tenía.
Leandro Hooper Uberti era una persona distinta, con la que jamás se tendría la suerte de coincidir dos veces en una misma era.
De naturaleza mansa, frágil y contemplativa fue objetivo de burlas y maltratos en sus años de flaqueza escolar por la delicadeza de sus rasgos andróginos, siendo Darío el único que le entendía, le salvaba y protegía de las críticas de otros por la forma de expresar sus emociones: la transgresión de su imagen a su antojo.
—¿La estuve buscando? —preguntó Darío estrechando la mano de aquel mismo niño que un día le prometió que volvería a sentir amor como antaño.
—Estás hecho un desastre —contestó Leandro a Darío quién nunca se dejaba ver desordenado, mas entendía que frente a él tenía a un hombre distinto y le llenaba de satisfacción, que en el tiempo que tardó en llegar a ese lugar exacto donde su amigo había encallado, él por su cuenta pudo hallarse así mismo sin necesidad de un hombro más en el que apoyarse.
Darío era fuerte, no sólo porque el día que su madre expiró se lo había encomendado, era también porque había nacido fuerte. Pero como todo ser vivo que respira y tiene uso de conciencia sobre la faz de la Tierra a veces también urgía de alguien que se sirviera de bastón para volver a ponerse en pie. Pero hoy en su ofuscamiento lo consiguió por su cuenta y ahí estaba caminando, luego de una intensa lucha contra sus propios males y defectos
—Si por dentro ya te arreglaste es tiempo de ir a casa y a la vez se te agradece que te vistas —añadió Leandro al notarlo sin más ropa que con la que tapaba su hombría.
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¡Corre Nina, crece! ©
Novela Juvenil❝Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!. Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer...❞ (Canción de Otoño en Primavera por Rubén Darío). Todos pasamos por la adolescencia: no hay quien se salve. Algunos mueren en el in...