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Nina Cassiani, ante aquellas palabras recién escuchadas y con la piel llena de temblores, víctima del carnaval de la euforia desfilando por sus venas; creyó desvariar.

En su enajenación, juró que se había caído y que seguía cayendo, pero nunca tocó el suelo, se mantenía de pie; amarrada al cuello de Darío Elba igual que lo hacen los arboles enraizados a la tierra que los sustenta e incrédula de la realidad, por no poder discernir de la fantasía y sin querer ni poder soltarse del abrazo en el que se hallaba fundida, con muchísimo esfuerzo levantó la mirada para encontrarse con esos ojos de iris azul grisáceo y en ellos vio algo que nunca había distinguido antes, algo que le estrujó por entero el corazón: su misma imagen, su propio reflejo.

Dejó de sentir el cuerpo aún con los huesos titilando de ardor por tener la sangre hirviéndole hasta los vellos, si no olvidó respirar fue gracias a la inercia, porque casi se traga su propia lengua poco antes de que se le anudara a la garganta. Descompuesta a totalidad e irreconocible, Nina sintió vergüenza y se escondió detrás de aquel cuello para así, entre sonrisas y muecas indescifrables; dejar correr libres en su rostro verdadero asombro e ilusión al descubrir lo obvio que siempre estuvo frente a ella aún a párpados cerrados.

Nina era miope por defecto genético, pero estaba ciega por inocencia y comenzó a preguntarse qué tanto debía de estarlo para no haber notado hasta ese momento que, de la misma manera en que Darío habitaba en su interior, ella vivía allí adentro de él vapuleándose con puños y dientes por exponer que eso era amor.

Hizo memoria instantánea y recordó que, desde hace un buen tiempo, cada vez que se miraba al espejo, veía a Darío siempre a su lado, sonriéndole, hablándole en silencio, abrazándola y dándole aliento aún con sus cuerpos a distancia por la lejanía prudencial y obligada a la que se habían sometido a voluntad; porque estaban viviendo algo que no puede tocarse, solo sentirse y ya había demasiado de todo entre ambos despertándoles la humanidad.

Con extrema urgencia, Nina tuvo que aceptar que estaba más que unida a Darío y viceversa, los dos estaban compenetrados con el alma y quien sabe cómo, también carne a carne en éste y otras planetas, e incluido estaba el mundo de los sueños, muy segura de que así como lo soñaba, él también lo hacía con ella. No había recoveco de su cuerpo donde él no estuviese y fue con eso, que la última viga en pie con la que encadenaba sus sentimientos a la lógica y a la razón, se derrumbó haciéndose añicos y hasta el último granito de su existencia desapareció.

Ya no tenía de donde más sostenerse que no fueran esos cálidos brazos que la rodeaban, con los que se soñaba a diario y en los que deseaba estar para siempre y de repente, en medio de la obnubilación en la que se encontraba, comenzó a sentir miedo.

Nadie nunca le dijo y en ningún lado leyó, porque no estaba escrito, que enamorarse podía causar temor, que daba pavor abandonarse por completo a ese sentimiento de ser tan vulnerable como para perderse sin querer volver la mirada hacia ningún otro lugar y por eso, inmersa en ese estado de conmoción y juntando pedacitos de conciencia, a duras penas logró preguntar:

—¿Acompañarte?


Darío Elba pensaba en Nina Cassiani las veinticuatro horas del día sin detenerse, enamorado hasta con la más mínima de sus huellas dactilares, respiraba amor mezclado con aire, pero a diferencia de los amores mundanos, todo lo que quería para ella se resumía en algo único y totalmente desinteresado: verla feliz y plena.
Por conseguir lo anterior, él era capaz de darlo todo desposeyéndose en absoluto a la buena de Dios, alimentándose solo de verla y de hablarle aunque fuera de vez en cuando.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora