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Se había despertado quince minutos atrás, exactamente, antes de que el reloj marcara las tres de la mañana y con precisión mecánica; estiró el brazo para desactivar el sonido de la alarma.

Y a las tres con diez aún no se había tomado la molestia de abandonar la cama: tendido boca arriba, sonreía extasiado por tener fresco el recuerdo de lo que recién había soñado.

Un sueño que se repetía desde hace tres noches y que se volvería más y más vívido hasta convertirse en realidad.

—El artesonado del techo debe de ser muy bonito para que le sonrías de esa manera —interrumpió la voz de Leandro Hooper, la fascinación de Darío Elba.

Él se había asomado hace poco a la puerta y al ver a su amigo sonriendo atolondrado con la mirada perdida, se quedó contemplándolo hasta grabarse esa imagen en su memoria.

Darío era distinto, estaba cambiando justo frente a sus ojos, no quería perderse ni un detalle y por eso cuando lo veía suspirar y reírse de repente se quedaba en silencio disfrutándolo, porque curiosamente, entre los sucesos más inesperados que nunca creyó poder presenciar; su amigo había disfrutado de uno de los fines de semana más sencillos y memorables en un lugar donde jamás imaginó que él llegaría apreciar: un hospital.

—Buenos días Hooper —saludó —¿Cuánto llevas ahí? —preguntó sin sorprenderse ya que estaba más que acostumbrado a esas charlas repentinas entre ellos sin horarios fijos.

—Lo suficiente como para saber que te traen a rastras —le contestó  sin poder reprimir la risa.

Ante esa respuesta Darío no pudo evitar soltar una carcajada muy sonora y queriendo tapar la evidencia de sus sentimientos, se llevó una almohada a la cara y desde ahí trató no quedar más expuesto —Ya para, no hagas casa con el roble caído.

—Te ha pegado de la fuerte, de la buena y eso me hace feliz, por eso sonrío —añadió Hooper sincero al sentarse en la orilla de la cama.

—El amor no tiene condiciones de tiempo ni horas fijas pero ¿Por qué te levantas tan temprano un lunes? —cuestionó, al percatarse de que Darío se iba del apartamento muy de madrugada.

La razón era por placer más de allá de ser un compromiso adquirido, Darío Elba había agregado a su rutina diaria el recolectar las flores más frescas del jardín de su madre para obsequiar a Nina Cassiani y por eso, entre otras cosas, llevaba ya tres días continuos levantándose a horas inusuales.

—Debo ir a casa por más flores y pasar al hospital antes de irme a trabajar —contestó estirándose, pensando en la nueva expresión de Nina al ver lo que pensaba llevarle, pues se deleitaba de verla apreciando las flores, de jugar con los pétalos y de tratar de adivinar sin atinar, de donde salían aquellos maravillosos ramos de ensueño con las florescencias más exóticas que sólo había visto en los libros de botánica de su biblioteca.

Mantenía en secreto que él las regalaba porque aparecía de madrugada cuando ella y su acompañante aún dormían y había solicitado, mediante una complicidad extraña a Oneida y a Sandro, que no le dijeran a la agraciada quien las obsequiaba.

Se colaba en la habitación sin más ruido que el de su corazón de niño travieso agitado y depositaba los ramilletes frescos en intrincados jarrones y se llevaba los del día anterior, pero no los desechaba, pues tenía pensado darles un uso más adelante.

Por las tardes cuando ya eran poco más de las cinco, luego de cumplir con sus obligaciones, la visitaba y a pesar de que no había vuelto a coincidir con la pelirroja en privacía, Darío atesoraba cada gesto de ella y por eso sonreía al despertar cada mañana, porque para él Nina era inacabable, infinita y eso le gustaba por más escaso que fuera el tiempo que compartiera a su lado.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora